Redes sociales, entre el pánico y la evidencia
A partir de un libro editado este año, que en su tapa amarilla etiqueta a una generación con el atributo de “ansiosa”, se ha instalado un debate alrededor del uso de redes sociales y sus derivaciones en la salud mental de los adolescentes. A esta discusión se ha sumado una reacción en cadena de sistemas educativos que han decidido implementar la prohibición de celulares en las aulas.
La observación primaria de este escenario detecta, por un lado, un relato extendido que liga de manera directa el aumento de trastornos en jóvenes con el uso de plataformas y dispositivos digitales y, por el otro, la existencia de un corpus de investigación que pone en entredicho esta afirmación, aunque en algunos ámbitos se erija como verdad revelada.
Recientemente, la American Psychological Association (APA), entidad de referencia internacional en el campo de la psicología y las ciencias del comportamiento, publicó un metaanálisis cuyo título no deja lugar a dudas: “No hay evidencia de que el tiempo pasado en redes sociales esté correlacionado con problemas de salud mental en adolescentes”.
Casi al unísono, The Lancet, una de las revistas científicas de mayor prestigio en estudios de alto impacto en materia de salud global, advirtió en su editorial que la investigación sobre los efectos de las redes sociales ha dado resultados dispares hasta ahora y que incluso, para algunos jóvenes, estas podrían tener beneficios, como facilitar la conexión interpersonal, proveer apoyos y ofrecer acceso a recursos terapéuticos. Si bien es un hecho incontrastable el incremento de las tasas de enfermedades mentales en jóvenes, no hay hallazgos concluyentes de su vinculación con el uso de plataformas sociodigitales.
No pocas veces el discurso público realiza asociaciones sobre las que no hay evidencia, y lo hace sin reparos y sin matizar la información. En épocas de fake news, parece ser que todo vale y que es más redituable tener repercusión que habilitar análisis serios. En cierto sentido, la retórica extendida desvía la atención de otros factores, que merecen indagaciones más profundas que den cuenta de las complejidades sociales contemporáneas. Sin embargo, en este panorama confuso, en el que los diferentes actores se ven influidos por generalizaciones que ignoran la diversidad de las experiencias individuales en línea, se minimizan otros elementos, como la pobreza y las desigualdades, cuya correlación con la salud mental está ampliamente avalada por la literatura.
Demonizar los medios, una tendencia que regresa una y otra vez, puede alejarnos fatalmente de la comprensión del problema y, por lo tanto, de cualquier posible vía de mejora. Se requieren estudios longitudinales e interdisciplinarios que ensayen explicaciones de estos fenómenos emergentes en el terreno social, sobre la base de la exploración de la amalgama de condicionantes intervinientes y desde distintos enfoques metodológicos.
Urge avanzar hacia una visión equilibrada y fundada en datos a la hora de abordar asuntos tan sensibles como la salud mental en la adolescencia. En todos los casos, los argumentos y las narrativas que se construyen en torno al tema deberían evitar caer en reduccionismos o en simplificaciones extremas. Porque es admisible la preocupación, pero es inaceptable –por irresponsable– la adopción de posiciones catastrofistas sin sustento sólido.
Docente e investigadora, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral