Recuperar la riqueza de las lenguas nativas
En uno de sus más célebres cuentos ("The purloined letter", o "La carta robada"), Edgar Allan Poe muestra cómo el detective Auguste Dupin encuentra una carta comprometedora justo donde su astuto ladrón pensó que nadie iba a localizarla. Sucia y arrugada, parcialmente rota, está en un tarjetero de cartón colgado de una repisa, y a la vista de cualquiera.
Lo mismo sucede, en el nivel colectivo, con identidades lingüísticas y culturales que deberían ser obvias para todos, pero que la comunidad se ha resistido a considerar.
Cuarenta años atrás, Paco, un amigo de infancia de mi madre y mi tío materno, madrileño como ellos, llegó de visita a Buenos Aires. No había estado en la Argentina (aunque, como tantos españoles, había oído mencionarla siempre: quién, por entonces, no tenía algún familiar o conocido emigrado a nuestro país...). Naturalmente, mis padres se propusieron iniciarlo en los gustos locales. Mientras comíamos en casa el tradicional asado, compartió con nosotros, no sin asombro, sus primeras impresiones. "Oye, qué curioso, nunca me había imaginado que la Argentina era así. Hay indios por todas partes". "Bueno, indios, lo que se dice indios, tampoco me parece", contestó mamá, dubitativa. "No es que se vistan con taparrabos como en la época de Colón, claro. No lo digo por eso. Pero basta ver las caras de tanta gente. Es como si lo llevaran escrito."
Huellas nativas
La verdad del viajero está en su "error", había observado mucho antes otro visitante más notorio: José Ortega y Gasset. Los pueblos y los individuos, señalaba, no son solamente lo que son o lo que creen ser, sino además aquello que parecen a los demás. Y lo que le parecíamos a Paco, que ya había viajado en los trenes, colectivos y subtes de una enorme ciudad no solo llena de inmigrantes europeos sino también de migrantes internos, era bastante distinto de lo que los argentinos creían ser.
Sus intuiciones visuales resultaron confirmadas por estudios científicos, como el realizado por el Servicio de Huellas Genéticas de la Universidad de Buenos Aires en 2005, que arroja la presencia de huellas amerindias en el 56% de la población argentina. Recientes investigaciones (publicadas en Plos/One, mayo de 2018) del Instituto Multidisciplinario de Biología Celular (Imbice, Conicet-UNLP-Cicpba) en conjunto con colegas locales y de Estados Unidos, si bien determinan un peso mayoritario de lo europeo (sobre todo de España e Italia) en la ancestría argentina, también reconocen un importante componente nativo americano (que domina fuertemente en el Gran Chaco y el Noroeste) y, en menor grado, pero presente, una ascendencia africana.
Lo que no pudo apreciar Paco fue el sonido de las distintas lenguas originarias sobrevivientes, que son unas quince (varias de la familia guaraní, el mapudungun, el qom, el quechua, el wichí y el chorote, entre otras); tampoco su breve estadía le permitió enterarse de que ni siquiera en la época de Colón nuestros aborígenes (salvo en las zonas muy selváticas y tropicales) usaban algo parecido al taparrabos. Las prendas de lana y las pieles eran sin duda lo aconsejable en las frías zonas del noroeste y el sur. A fines del siglo XIX, poco antes de la Conquista del Desierto, tal como lo atestiguó Lucio V. Mansilla, los lonkos (jefes) ranqueles de nuestra pampa, no se vestían de manera muy diferente de los paisanos criollos de buen pasar.
Otras evidencias ocultas se le aparecieron a Paco con meridiana claridad. "Algo que me ha hecho gracia es que aquí a todos nos toman por gallegos. Voy a comprarme un par de zapatos y lo primero que me pregunta la dependienta es de qué parte de Galicia vengo. Pues de la Puerta del Sol y del Barrio de Lavapiés, señorita, le contesto. Y así me pasa casi cada vez que abro la boca". "Es que los gallegos aquí somos muchos -le respondió papá-, la mayoría de los españoles". "Sí, me voy dando cuenta. Y precisamente por eso es raro que no se oiga hablar más el gallego por estas calles".
La sagaz reflexión del amigo madrileño encuentra eco hoy en muchos argentinos gallego-descendientes. Así lo sentí también, sin formularlo claramente, desde la niñez. Y lo escribí, por fin, en uno de mis libros, la novela Todos éramos hijos: "[...] dentro de su misma casa vivía en secreto [?], sumisa y arrinconada, en minoría absoluta, desvanecida, acaso, por la autocensura y la falta de eco. Era la lengua de su padre, secretamente agazapada en algunos libros y que solo en contadas ocasiones oiría sonar. [?] porque no llevaba armadura militar sino zuecos de campesina, porque era blanda como un regazo y cantaba, siempre, una canción para acunar al niño que su padre había sido".
A pesar de haber sido primera lengua literaria de la Península, la gallega quedó históricamente desplazada de la centralidad del poder, de las instituciones oficiales. Popular y obstinada, seguiría siendo la de los afectos hogareños, la vida cotidiana, la subjetividad visceral, hasta que el Rexurdimento del siglo XIX, con la gran poeta Rosalía de Castro, su esposo, el historiador Manuel Murguía, y otros intelectuales de Galicia, le empezara a devolver su antiguo estatuto, hoy plenamente recuperado por un Estado Autonómico español que puede enorgullecerse de su rico capital simbólico. Antes, como otras lenguas peninsulares no castellanas, el idioma galego tuvo que sobrevivir también a la escolarización del franquismo.
Volvamos a las evidencias escondidas: ¿cómo es posible que tantos pueblos aborígenes, con su idioma, su espiritualidad, su cultura, no sean todavía reconocidos plenamente, en nuestro imaginario activo, como argentinos del presente, legatarios y potenciales dadores de un patrimonio que también nos pertenece? La autoconstrucción de la Argentina como nación exclusivamente europea, la desidia o la intencionalidad de muchas políticas didácticas y culturales, y hasta la vergüenza de los propios damnificados, hicieron lo suyo.
Cartas robadas
Algo similar pasó con buena parte de la inmigración gallega. Fuera de los núcleos intelectuales galleguistas, que aspiraban a erigir en la Argentina la utopía de la Galicia ideal, muchos contingentes de inmigrantes de ese origen vinieron en busca de un ascenso social que no sería posible mientras hablasen una lengua subestimada como un "dialecto", o un castellano defectuoso, mientras quedasen anclados a estereotipos que los congelaban en figuras rústicas, solo aptas para trabajos generalmente poco calificados.
En el proceso histórico y social de fines del siglo XIX que sentó los cimientos de la Argentina del siglo XX, no era negocio "ser indio" (en el mejor de los casos, para las posturas que no estaban ligadas al biologismo racista, se trataba de una minusvalía superable por una adecuada reeducación). Asimismo, ser gallego (y hablar la lengua gallega), rendía muy escasos dividendos de prestigio. Aunque fundaran diarios y editoriales, aunque fueran catedráticos, cirujanos, escritores, músicos, o pintaran murales maravillosos, los gallegos seguirían vinculados por mucho tiempo en la literatura y en el imaginario general, a un colectivo con limitaciones y dudoso aporte a la identidad cultural (sobre todo a la "alta cultura") del país.
Un caso verdaderamente paradójico en este aspecto se da en la obra de Julio Cortázar. Si bien estaba casado con la traductora y escritora Aurora Bernárdez, era cuñado del poeta Francisco Luis Bernárdez, y fue publicado por Paco Porrúa, todos ellos ilustres miembros de una nutrida colectividad letrada galaico-argentina, esta no aparece sin embargo reflejada en sus ficciones, donde los personajes de tal filiación siguen ejerciendo roles estereotípicos (porteros, mucamas, enfermeras, etcétera).
Como en el cuento de Poe, los originarios, los que estuvieron siempre, se volvieron casi invisibles e inaudibles. Y la mayoría de los españoles inmigrantes fue perdiendo aquí su lengua más propia. Pero el siglo XXI parece el mejor momento para la postergada revelación de lo evidente, no para restar, sino para sumarlo. Todas las lenguas (nunca menores, sino en cualquier caso políticamente minorizadas) pueden y deben ser oídas. Gallegos y aborígenes también fundaron la Argentina.
Es hora de rescatar del tarjetero la carta sucia y arrugada, parcialmente rota, invisible, aunque a la vista de todos. Es hora de leerla, y escuchar lo que tiene para decirnos.