Recuperar la escala humana
La vida virtual favorece la sensación de vivir en un presente permanente que destierra la idea de futuro y la posibilidad de incidir en él
El futuro ya llegó y somos nosotros. Esto ha sido así desde que cada generación, en un momento dado, reflexionó sobre su lugar en la historia. Cada época se creyó la última, la cima del desarrollo cultural. Sin embargo, cada vez que un grupo de arqueólogos desentierra los restos de un rey, de una cultura, nos muestra lo efímero de esa idea. Memento mori: "Recuerda morir", decían los antiguos. Tener presente nuestra finitud. Incorporar algo tan elemental y evidente como el paso del tiempo. Pero, también, una invitación a pensarnos históricamente; es decir, a situarnos en tiempo y espacio, las dos coordenadas básicas para sabernos parte de un proceso social.
Somos humanos porque el tiempo pasa; porque habitamos este planeta en un momento y un lugar determinados, en relación con nuestros semejantes. Vivimos esa realidad a través de distintas lentes: ideológicas, religiosas, culturales. Así ha sido desde el comienzo de la hominización: habitamos un mundo a escala humana. Tal vez el paradigma iconográfico de esto sea el célebre Hombre de Vitruvio, realizado por Leonardo da Vinci a finales del siglo XV. Las proporciones ideales del cuerpo humano son también la escala que aplicamos a la realidad.
Pero la realidad del presente no es la de la Edad Moderna. Hoy, en un mundo globalizado e hiperconectado -una engañosa forma de comunidad-, esa escala humana esencial está amenazada.
La escala humana es vital. Es una unidad de medida que se alimenta de la subjetividad para establecer los lazos sociales, reforzarlos, proyectarlos e imaginar un futuro, porque supone el reconocimiento del paso del tiempo: distingue pasado de presente, y presente del futuro. Preservarla es fundamental para recuperar la posibilidad de pensar políticamente en un mundo como el actual, que se pretende como el único posible, y en el que grandes avances conviven con crecientes desigualdades.
Presente permanente
La escala humana enfrenta dos enemigos formidables. El primero es el presentismo: la idea de que vivimos en un presente permanente. Si no hay fronteras temporales, si hay un solo momento histórico, está claro que reflexionar sobre el pasado es un lujo erudito e imaginar el futuro, un ejercicio inútil.
¿Cómo llegamos a este estado de cosas? Desde la caída del Muro de Berlín, en 1989, el capitalismo en sus distintas formas se ha instalado como la única matriz de organización socioeconómica posible; el socialismo (por pensar en su mayor adversario ideológico) no ha elaborado una alternativa capaz de disputarle esa hegemonía. No hay alternativas, porque el futuro ya llegó. El desarrollo tecnológico ha profundizado la aparente velocidad de los cambios. De su mano, ha crecido la posverdad: el territorio donde importan más las opiniones asociadas a las preferencias, a los sentidos, que el argumento, la evidencia y la razón. El mundo de las noticias falsas dispersadas en segundos gracias a las redes.
El presente permanente es el reino de la gloria efímera de la "visibilidad" y de la satisfacción inmediata: nada más funcional al mercado y al orden actual de cosas. Tanto el presentismo como la posverdad se ven favorecidos por el desarrollo de las redes, por el "instantaneísmo" de la Web. Allí nadie concentra su atención más de tres minutos; qué mejor que respuestas sencillas e instantáneas a los problemas complejos. La escala humana es lo opuesto: la diferenciación entre pasado, presente y futuro permite jerarquizar.
El anacronismo es tan antipático como vital. Una persona que habita un mundo a escala temporal reflexiona: puede devolverle complejidad a la realidad para comprenderla y modificarla, haciendo algo tan elemental como establecer una relación de causa y efecto entre los hechos. Recuperar el tiempo es hacerse de un material cultural y político manejable, un instrumento del devenir y del hacer.
Obviedades: las cosas llevan tiempo; escuchar demanda tiempo. Ponerse de acuerdo, también. Es a escala humana que comprendemos que el tiempo es helicoidal, que se despliega en círculos que se abren, que al ampliarse nos llevan al contacto con los demás. La posverdad y el presentismo, por el contrario, anulan esa dimensión y reducen a cada uno de nosotros a ser un punto en la trama de una red plana.
Una épica necesaria
Hay un primer lugar donde la escala humana es recuperable: en las aulas. Allí se encuentran las generaciones, allí es actuada la cultura; es un espacio legitimado socialmente. En el contexto actual, de exacerbación de intolerancias y desconfianzas, recuperar y alimentar algo tan elemental como la escala humana es revolucionario. Mientras deambulamos por el desierto de lo real, mientras aun a pesar nuestro incorporamos cada vez más tics del presentismo y la posverdad, tenemos la posibilidad de sentar las bases para que la escala humana vuelva a organizar nuestras acciones. Esa recuperación es la épica que necesitamos: la certeza de que la realidad es modificable resulta vital y encarna en personas de carne y hueso, abiertas a la escucha, a la interpelación, a la proyección. Son pequeños actos, pero épicos, porque el mercado encarnado en las redes ha reemplazado la idea de transformación por la de variedad.
No se trata de proponer un ludismo bobo, sino más bien de resguardar aquello que nos constituye como personas: la escala humana. La posibilidad de pensar históricamente, que es siempre un ejercicio intelectual de tipo político que precede, acompaña y sucede al actuar.
El presentismo es la negación de esta condición. Transforma en estructurales muchas situaciones de profunda injusticia, y naturaliza la convivencia de elementos que en teoría deberían ser incompatibles. Por ejemplo, la democracia con la exclusión. Alcanza con modificar nuestra foto de perfil con un color alusivo a alguna reivindicación para estar del lado de los justos. En el presente, la arena política es la Web; las formas de expresarse son los likes, la representatividad deviene de la cantidad de seguidores, la verdad se puede construir como si de una aplicación se tratara.
Si antes la resistencia al paso del tiempo pasaba por lo material, el capitalismo virtual ha superado este problema: las imágenes circulan y se reproducen más allá de cualquier erosión. No así los cuerpos, los seres humanos. Memento mori. Así como la erosión del tiempo es visible en las huellas materiales del pasado, el presentismo erosiona el tiempo no vivido: el futuro, la esperanza, al instalar el presente como una situación inmutable. Peor aún, como un orden de cosas deseado, al alcance de un clic.
Pereza mental
¿Hemos encontrado un techo? ¿Está todo dado? La confusión de lo verdadero y lo falso, la posverdad, tiende a fortalecer esta sensación. El acceso a una aparente e ilimitada cantidad de información hace que las verdades sobreabunden, pero esto favorece la pereza mental: no creo lo que es verificable (en realidad no me tomo el trabajo de ver si lo es), sino lo que me gusta.
Las personas han aprendido a desconfiar de los medios, lo que es saludable, pero en el proceso también han resignado potencialmente la posibilidad de distinguir lo que es verdadero de lo que no lo es.
El tiempo y su paso generan incomodidad. Invitan a arriesgarse a explorar los límites de lo conocido, como aquellos exploradores que dibujaban los mapas del mundo a medida que lo recorrían. Dibujo el mapa porque he visto, he recorridohe experimentado. He vivido.
Reponer la escala humana es rescatar la idea misma de futuro. Es el primer paso, y para darlo debemos estar alertas y escapar al síndrome de Estocolmo de la posverdad. Intercambiar, dialogar, cuestionar, ampliar, son tareas que requieren tiempo. La tarea esencial, la del momento, es la recuperación del tiempo para pensar las cosas: la escala en la cual la realidad es manejable, pensable y aprehensible. La dimensión de las cosas en la cual nos reconocemos artífices de nuestra propia historia, en primera instancia, a partir de la escucha y el diálogo.