Recuperar el orden para alcanzar la paz
Decía San Agustín que la paz es la “tranquilidad del orden”. El orden es la “conveniente disposición de las partes en el todo”, es decir, el que cada cosa esté en su lugar, en donde le corresponde.
En nuestra querida república reina el “des-orden”. Debe ser por ello que llevamos tantos años de crispación y desencuentros. Estamos muy lejos de esa “paz” que definió el santo de Hipona. Son muchas las cosas que este nuevo gobierno debe ordenar. Por ejemplo, ha resultado evidente para una gran mayoría de los argentinos que es “desordenado” que los ciudadanos estemos al servicio del Estado. Por el contrario, es el Estado -en una dimensión razonable- el que debe servir a los ciudadanos. Asociado a ese desorden, el absurdo nivel de regulación ha llenado de distorsiones la economía, asfixiado a la pequeña y mediana empresa y generado la pobreza en la que una gran parte de la población se halla sumida. Es ordenado que los trabajadores estén debidamente amparados, pero desordenado que para ello las cargas sobre los empleadores –en muchos casos cuentapropistas y pequeños comerciantes– sean imposibles de sobrellevar y que hayan generado una informalidad en la economía en la que todos se han empobrecido. Es mucho lo que el gobierno debe ordenar para que recuperemos la paz.
Uno de los frentes que debe ajustarse –ordenarse– es el de la relación entre el Estado y la Iglesia. “El Estado argentino reconoce y garantiza a la Iglesia Católica Apostólica Romana el libre y pleno ejercicio de su poder espiritual, el libre y público ejercicio de su culto, así como de su jurisdicción en el ámbito de su competencia, para la realización de sus fines específicos”, dice el Concordato suscripto entre la Argentina y la Santa Sede. ¿Cuál es el “fin específico” de la Iglesia? La salvación de las almas. ¿Y el fin propio del Estado? El Estado debe velar por el bien común para que los individuos puedan alcanzar sus fines existenciales.
Los responsables de las relaciones entre ambas instituciones no pueden ignorar su ámbito de competencia, sino que deben tender a corregir las actuaciones fuera del campo que les es propio. Últimamente, hemos tenido que lamentar algunas expresiones bastante grotescas de participación de clérigos en política partidaria. Este desorden atenta contra la paz entre las instituciones. Haríamos un acto de misericordia corrigiendo a los que así yerran. No dudo de la sinceridad de muchos de los que insisten en instaurar el “paraíso en la tierra”. Pero deben saber que no sólo no es propio de curas el ejercicio de la política, sino que además la ideología que subyace en aquella concepción fue condenada por la Iglesia. En Divini Redemptoris[1], el Papa afirmó que el marxismo y todas sus derivaciones (comunismo, socialismo) son intrínsecamente perversos. Su promoción de la lucha de clases, el ateísmo y la abolición de la propiedad privada son incompatibles con la doctrina católica.
Pero nada de esto significa que no haya mucho por hacer en conjunto. Hay áreas en las que el trabajo de la Iglesia y el Estado deben coincidir y tienen mucho en común. Propongo tres, que son del orden natural básico:
1. La protección de la vida desde su concepción hasta su fin natural: Iglesia y Estado deben defender la vida y dignidad del hombre en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural. La generación de empleo urge para que muchos argentinos salgan de la indignidad de la dependencia absoluta.
2. El reconocimiento y la promoción de la familia como la célula básica de la sociedad: es allí donde se transmiten los valores y la fe. Esto implica la defensa del matrimonio entre un hombre y una mujer.
3. La protección de la libertad religiosa y la promoción del bien común: la libertad religiosa es un derecho fundamental y esencial para el ejercicio de la fe y supone el derecho inalienable de los padres de educar a sus hijos de acuerdo a sus creencias.
Sana autonomía y mutua cooperación. Cada uno debe cumplir con sus funciones del mejor modo posible, sin meterse en áreas que le son ajenas. Y ambas instituciones, Iglesia y Estado, deben promover el bien común, es decir, el bienestar y la prosperidad de toda la sociedad basados en la justicia y la solidaridad, pero cada una desde su ámbito, sin invadir el de la otra. En la medida en la que quienes sean responsables de esta interacción ineludible entre ambas instituciones tengan presente este norte y claras las correcciones que hay que hacerle al statu quo, estaremos en el sendero correcto para recuperar el orden y, como consecuencia de ello, la Paz que se seguirá de él.
[1] Papa Pío XI, 1937.