Recuerdos de una tragedia anunciada
A la edad en que hablar es una fiesta, una niña descubre de repente que su palabra puede derribar su mundo, provocar la muerte de su padre y de su madre, reducir a la nada su escondite –la casa de los conejos– con todos sus habitantes”, escribe Daniel Pennac en el prólogo de La casa de los conejos, de Laura Alcoba.
Radicada en París a los diez años, Alcoba publicó este libro, en francés, en 2007 (luego sería traducido al español), unos treinta años después de los sucesos que le dieron origen. La “casa de los conejos” del título era el lugar donde vivió en La Plata, en la clandestinidad, junto a su madre y una pareja de militantes montoneros, entre 1975 y 1976. El silencio al que se refiere Pennac es el que aprendió a ejercer durante aquel tiempo, cuando a los ocho años habitaba un mundo en el que, como en un juego, podía elegir el nombre falso que más le gustara, pero en el que no le estaba permitido decir su nombre real a nadie, a riesgo de desencadenar el peor de los desastres.
Valeria Selinger, cineasta, también es argentina y lleva radicada en Francia más de la mitad de su vida. Hace no mucho tiempo descubrió que vivía a pocas cuadras de la casa de Alcoba, en París. El hallazgo no fue azaroso: había leído La casa de los conejos, había vislumbrado una película allí, y se había propuesto establecer algún contacto con la autora del libro.
El resultado de ese encuentro se podrá ver en la Argentina este jueves, y es un film basado en la novela, que lleva su mismo título y donde, además de figuras conocidas como Darío Grandinetti y Miguel Ángel Solá, brillan la pequeña actriz Mora Iramain García y sus ojazos: porque es desde allí, desde esa mirada infantil, desde donde observaremos –como antes leímos– este relato de una tragedia anunciada.
Mora es Laura, el personaje, y es también el eco de la niña que alguna vez fue Laura Alcoba. De la película, a través de algunas intervenciones sonoras y el tono de algunos pasajes narrativos, se desprende un leve resto onírico. Por momentos la protagonista parece deslizarse en el ensueño de un cuento de hadas donde hay prodigiosos cuartos secretos (a los que en el prosaico mundo real llaman “embutes”), galantes caballeros que cuentan historias de cartas robadas, y conejos con virtudes protectoras (aunque no sirvan más que para simular un criadero destinado a encubrir la imprenta de Evita montonera). Pero en todo cuento de hadas hay bosques ominosos, ogros, amenazas. Laura observa y, niña al fin, acepta al mundo adulto como se admite un misterio: una multitud de fragmentos más bien incomprensibles que, simplemente, son lo que son.
Entonces ocurre que algunos viajes se hacen oculta bajo una frazada en el asiento de atrás de un auto; que cada tanto mamá se pone pelucas y ropa que la hacen parecer otra o la merienda se toma –vaso de chocolatada, tostadas con dulce– en la misma mesa donde la gente que te cuida, te mima y te ayuda a hacer los deberes se ocupa de limpiar armas con tesón.
Los adultos que rodean a Laura son terriblemente jóvenes, están terriblemente acorralados. Saben de un modo tácito, imposible de precisar, que tienen los días contados (salvo su madre y Clara Anahí Mariani, beba que aún permanece desaparecida, todos las personas que Laura conoció en la casa de los conejos fueron masacradas en noviembre de 1976).
Miro la película, releo fragmentos del libro; las historias de los setenta tienen un imán del que me cuesta sustraerme. Un dolor largo, difícil, que tanto Alcoba como Selinger transitan sin ceder ni al juicio ni a la complacencia.
Y asoma un indicio: quizás no seamos más que eso que hicimos con las decisiones que nuestros padres nos legaron, las decisiones que legaremos a nuestros hijos. La auténtica marca en el orillo que, como el nombre, nunca se elige.