Un hueso roto que se vuelve a soldar
La fraternidad y la cooperación son esenciales en un país en crisis en el que la pandemia se suma a la pobreza
La antropóloga Margaret Mead afirmaba que el primer indicio de civilización humana, a su juicio, era un fémur roto y vuelto a soldar. La razón: un animal con un hueso roto no puede hacerse de los alimentos necesarios ni de agua, por lo cual hubiera muerto antes de sanar el hueso o en su defecto habría sido devorado por los depredadores. Que el hueso tuviera tiempo para soldar significaba que alguien se había hecho cargo de proveerle agua, alimento y protección a ese humano con el hueso roto hasta que pudiera sanar. Con lo que, de acuerdo a esta antropóloga norteamericana, el primer signo de civilización es cuidar del que está en situación de dificultad.
Es una teoría iluminadora. Particularmente en tiempos de pandemia, en los que quedan tan a la luz nuestras contradicciones como sociedad. El virus nos abofetea y pone a la vista que vivimos en un país fracturado. Un país en el que muchos compatriotas quebrados, como aquel primer ancestro, no pueden alcanzar la comida y están a merced de los depredadores: el hambre, la violencia, la desesperanza. Si bien la situación es difícil para todos, en los barrios más vulnerables la situación es muy dura. Para los sectores más desprotegidos, el coronavirus es una realidad a la que le tienen miedo, sobre todo, porque la ven en los medios, pero al hambre lo tienen sentado en sus mesas o golpeando amenazante sus puertas. Y la van peleando, organizándose en merenderos y ollas populares que se nutren de lo que ellos mismos aportan o de lo que los almacenes del lugar pueden dar. Los alimentos que van llegando desde los gobiernos o campañas de otras organizaciones también suman.
Y se ayudan con criterios propios del que sabe lo que es pasar necesidad. Una de las referentes de una comunidad muy castigada, cuando recibió las cajas de la campaña Seamos Uno y comprobó que la cantidad de necesitados en su barrio era mayor a la cantidad de cajas recibidas, decidió abrir las cajas (que son para una familia) y dividir el contenido para que alcanzara a dos familias en lugar de una. "Así todos tienen un poco", dijo. Ante la advertencia de uno de los líderes de la campaña, que le dijo que no se podían abrir las cajas, ella lo miró y le respondió: "Padre, tiene que aprender a ser más solidario". Lo cual causó risas (los que llevaron los alimentos lo hicieron por solidaridad) pero también significó un golpe de realidad.
Ante esta evidencia, no ayudan los discursos poco inteligentes y simplistas que culpan a los pobres de sus propios padecimientos. Se escucha penosamente a referentes culparlos de no cuidarse y "contagiarnos". Lo paradójico es que el virus llegó en avión pero ahora hay quien señala con el dedo a los que andan a pie o tirando del carro con cartones. No se puede pretender que una familia que vive al día quede de brazos cruzados para dejarse morir. Y aquí hay otra contradicción en ese discurso clasista: se les endilga a los pobres que viven de la ayuda del Estado, pero luego se les exige que se queden en sus casas sin poder ir a trabajar. ¿En qué quedamos?
Sin embargo, el error más profundo es pensar que el hambre es solo problema de ellos. Es un problema de todos como sociedad. No son solo ellos los que, como el homínido de la antropóloga, quedan con el hueso roto a merced de los depredadores (la droga, la violencia, la delincuencia). Somos todos como sociedad "civilizada" los afectados por esa fractura. Los depredadores, los conocemos, nos acechan. Y respondemos como civilización cuando cuidamos de los más débiles. No podemos avanzar con un miembro roto. La solución no es apalear al miembro, es cuidarlo, ocuparse de él para que pueda sanar y todos podamos avanzar.
Es luminosa la intuición de Margaret Mead. Más aún en estos tiempos. Viene a decirnos que nuestros antepasados ya sabían lo que a nosotros aún nos cuesta aprender: que no será el desprecio al más vulnerable lo que nos salvará, sino la cooperación y la fraternidad.
Superior provincial de los jesuitas de Argentina y Uruguay; vive y trabaja en el Conurbano