Reconocer y estimular a los docentes
El exiguo salario del maestro y la falta de incentivos a la capacitación desnudan un sistema que sólo premia la antigüedad y no valora los esfuerzos
El 11 de marzo cumplí 36 años como docente. Debo confesar que me importa más esa fecha que la de mi cumpleaños: a fin de cuentas, si algo elegí en la vida fue dedicarme a la educación a pesar de los augurios que presagiaban, sin razón, que con el tiempo me dedicaría a ganar algún dinero. Para mis familiares bancarios, el puestito en un banco era una tentación.
Así, un miércoles de 1981 comencé como maestro de cuarto grado en una escuela primaria ubicada en un barrio alejado de Merlo, en el conurbano oeste y profundo. Orgulloso de mi título de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, desde Villa Crespo tomaba el 141 hasta la estación Caballito, el tren hasta Castelar y el 321 hasta la escuela. Trabajé varios años en Merlo y luego en Villa Lugano. Primero un turno, de 13 a 17, y después un turno más, de 8 a 12. A la noche estudiaba la licenciatura en Pedagogía. Una vez graduado, seguí como maestro, y cursé la maestría en educación.
Muchos años después me despedí del nivel primario.
Si hubiera continuado como maestro en Merlo trabajando dos turnos, mi salario actual sería, en mano, de 26.000 pesos por las nueve horas en la escuela: el punto más alto de la escala salarial en el aula de primaria. Este máximo lo estaría percibiendo desde hace 12 años -se consigue con 24 de antigüedad- y se mantendría así durante los próximos 10, hasta la jubilación: 22 años sin aumento. Por suerte hay inflación y la paritaria de cada año me habría ilusionado con incrementos nominales...
En el banco, el salario sería superior. El mínimo bancario de 2017 se acerca bastante al máximo del maestro (con dos turnos), aunque con sólo siete horas y media de trabajo y sin necesidad de acreditar título terciario. Además, hay aumentos por títulos y pago de horas extras, sin la responsabilidad de educar personas. Si fuera concejal, ganaría el doble o más desde el primer día en el cargo.
Este exiguo valor máximo del salario del maestro es un elemento más de un sistema asombroso y que pocos conocen, pero que es determinante para explicar el deterioro educacional. No es resultado de una paritaria: está regulado por leyes provinciales sancionadas y ratificadas año tras año por toda la dirigencia política.
El sistema premia únicamente el paso del tiempo. Es fácil controlar pero no genera ningún estímulo positivo para los educadores, quienes verán su magro sueldo aumentar hasta el año 24 y congelarse desde el año 25, sin importar la calidad del trabajo efectuado. Esto se consagró en 1958 y nunca se revisó: distintos gobiernos coincidieron en descartar la formación, la innovación, el compromiso social e institucional o la responsabilidad por los resultados. Todo es igual, nada es mejor.
Tampoco la licenciatura y la maestría tuvieron impacto en mi salario: da lo mismo formarse que no formarse. Más tarde obtuve un doctorado en Educación y, si hubiera continuado en el magisterio, tampoco hubiera tenido importancia. Por eso, hay pocos docentes de primaria y secundaria con posgrados y no hay motivos para pensar que eso vaya a cambiar.
La alternativa de crecimiento profesional era "acumular puntaje" para ascender a cargos directivos, pero eso no tenía sentido para mí: suena increíble, pero licenciaturas y posgrados dan menos puntaje que los cursos de capacitación de pocas horas, poca exigencia y calidad discutible. Además, lo que me interesaba era enseñar y no dirigir. Ahí aprendí que en la Argentina no se valoran las aulas, sino las oficinas.
Es el reino del revés: se limita la capacidad de los docentes en vez de estimularlos para que eduquen mejor. Por ejemplo, el trabajo lleva mucho más que las horas de escuela. En casa se corrige, se planifica y se completan planillas, registros, actas y formularios. Fuera de horario hay capacitaciones y reuniones con las familias. En la última media hora del turno mañana y en la primera media hora del turno tarde los maestros acompañan a sus alumnos con el almuerzo. All inclusive.
El número de alumnos por maestro depende de la zona. En los barrios más pobres hay 35 o más alumnos por grado, unos 70 chicos a cargo, cada uno con sus problemas, sus familias, su tarea. El sueldo es el mismo que si toca atender a la mitad de los chicos. Algo similar ocurre con la cuestión social: el compromiso de quienes educan allí donde el ciento por ciento de los alumnos son pobres no tiene ningún reconocimiento, ni salarial ni simbólico: los educadores están solos, dándose fuerza y entusiasmo entre ellos.
La calidad y la innovación tampoco importan. Las escuelas y los docentes que trabajan muy bien lo hacen por su propia decisión y a su propio riesgo... Reconocimiento cero.
La memoria de mis épocas de maestro está en mi cuerpo. El magisterio impone un compromiso vital, una enorme entrega personal. El cansancio es infinito, pero más duro es el agobio, la angustia, la impotencia frente a las condiciones sociales, sumado a la indiferencia de un sistema al que nada le interesa. Por eso, la satisfacción por los pequeños grandes logros de cada chico, de cada grupo, se convierte en una alegría que, como el cansancio, posee una intensidad que nunca volví a sentir.
Esta marca corporal se exterioriza en el guardapolvo blanco, símbolo de sacrificio y lucha en la escuela pública. Sacrificio y lucha son dos ideas en tensión que históricamente articularon la percepción de la realidad docente y que saturan de sentido las acciones de los educadores, desde una marcha de protesta hasta el Himno a Sarmiento. Aunque la visión vocacional haya pasado de moda, los educadores están convencidos de postergar sus propias necesidades e intereses a favor de las de sus alumnos. Y la lucha -que a veces es sindical, otras es empecinamiento por educar a pesar de todo y otras, ambas a la vez- muestra el lado propositivo. Por eso, el llamado al sacrificio docente por parte de la autoridad política ("sigamos negociando mientras dan clase") pudo sonar ofensivo: en nuestra cultura del "post deber", en la que la abnegación no es un valor, sino la felicidad y el disfrute, muchos educadores sienten que el sacrificio se ejerce todo el año y que la huelga no solamente ayuda a sus bolsillos, sino también, indirectamente, al mejor trabajo con sus alumnos.
Es cierto que hay docentes que faltan mucho y no se comprometen. También es cierto que hay titanes cuya acción pedagógica es eficaz siempre. Lo que la política educativa no atina a registrar es que la mayoría de los educadores no somos ni vagos ni héroes; apenas personas con un proyecto profesional que con reglas razonables y condiciones propicias trabajarían más y mejor.
En estos días se enunció que el paro docente era otra expresión del dilema civilización o barbarie. Sin embargo, la política educativa debería despojarse de la soberbia para intentar comprender estas identidades y reforzar sus aspectos positivos sobre la base de una estrategia de reconocimiento para que no todo dé lo mismo: la formación, el compromiso y la innovación merecen ser correspondidos. Hace falta dibujar un horizonte en el que un maestro de grado con experiencia y capacidad reciba, al final de su carrera, un sueldo acorde con su monumental aporte a la sociedad.
Sacrifico y lucha podrán así articular nuevas identidades más constructivas que superen sus actuales costados negativos. Se trata de financiamiento, pero también de reglas más sanas que reconozcan a quienes trabajan bien, que ayuden a quienes precisan mejorar, que atraigan a más jóvenes a esta profesión maravillosa y que no expulsen ni demonicen a quienes soñamos con una vida dedicada a enseñar.
Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella