Rebelión en la granja intelectual
En la granja cultural argentina, hay intelectuales con el orgullo herido. Hablo del orgullo como una emoción embriagante, como una pura satisfacción que sentimos cuando actuamos de acuerdo con nuestros principios y valores sin medir los resultados ni las consecuencias. Estamos orgullosos de nosotros mismos cuando nos comportamos según nuestras convicciones, y no lo estamos -como sucede en estos tiempos signados por el nihilismo, el escepticismo y el hedonismo consumista- si actuamos siguiendo las reglas de la moda política y social. Hace falta mucho temple para vivir orgulloso con uno mismo aun en las circunstancias más adversas porque cuesta caro defender las propias convicciones. Más cuando existe una licencia moral en boga que nos permite actuar con hipocresía y cinismo si vamos a la pesca de fama, riqueza y poder.
Convoco a Jean-Paul Sartre para desentrañar los motivos que hirieron el orgullo de buena parte de nuestros intelectuales militantes. Sartre siempre fue, y aún lo es, un ícono de la intelectualidad progresista. Voy a referirme a Muertos sin sepultura , la obra teatral en la que hizo un polémico tratamiento del orgullo militante.
Sartre estrenó Muertos sin sepultura en 1946, en Francia. La obra cuenta el drama de cinco guerrilleros de la resistencia francesa capturados por los milicianos del régimen de Vichy del mariscal Pétian, enjaulados en el desván de un colegio y torturados en un aula para que delaten a su jefe. El final es trágico. Con Muertos sin sepultura , Jean-Paul Sartre buscó poner en juego sus potentes ideas filosóficas y políticas. Pero me detengo en los mecanismos narrativos del dramaturgo para destacar el aspecto moral de los personajes principales y valorar su rasgo esencial: el orgullo militante. Sartre buscó contrastar el altruista orgullo militante de los guerrilleros con la cínica ferocidad de los milicianos pronazis. El orgullo de los guerrilleros que los enfrenta a lo mejor y a lo peor de sí mismos; pero, más que nada, que les alumbra el camino hacia la muerte al darle un sentido cabal a su existencia. Cada uno a su modo, los cinco guerrilleros se sienten orgullosos de haberse sumado a una causa cuya dignidad ética y política va mucho más allá del horizonte limitado de sus propias vidas.
Los maquis creados por Sartre son militantes que tienen miedos y contradicciones, los espanta la idea de sufrir y morir, y, en esa vorágine de emociones extremas, descubren que sus muertes los justificarán ante sí mismos y ante los demás. La vida, así, adquiere para ellos un significado pleno que le otorga un valor excepcional a su compromiso. Sartre sugiere que el militante debe sentirse orgulloso de la causa que lo convoca y ese orgullo debe darle sentido cabal a su compromiso político. De lo contrario, todo se volverá un gesto inútil, egoísta, carente de valor colectivo y trascendencia.
Así quedamos gracias a Sartre: cuando la causa es digna, nuestro compromiso militante tiene sentido y nuestras vidas cobran significado pleno. Pero si la causa es vacua o una farsa, o una mentira creada para manipular la realidad, entonces el compromiso se resquebraja, el militante termina frustrado y con el orgullo herido. Es lo que pasa en la granja cultural con los intelectuales militantes. Cuento por qué.
En los últimos años se formó lo que llamo "un nuevo tipo de rebaño". Hablo de un sujeto colectivo definido por el acceso a bienes y servicios educativos, culturales, artísticos y científicos de medio y alto nivel, y cuyos miembros actuaron en los claustros universitarios, en los ámbitos editoriales y literarios, en los espacios periodísticos influyentes, en la televisión, la radio y el cine. Me refiero a intelectuales que se definen a sí mismos como progresistas, aunque actúan en la escena pública siguiendo un conjunto de prácticas y comportamientos estatuidos que responden a otras categorías. El rebaño se mueve según dos patrones comunes: la adscripción ideológica acrítica y la sumisión política.
Algunas reglas: en el rebaño está vedado el pensamiento autónomo que contradiga el dogma oficial. Se deben aceptar los argumentos y procedimientos del poder para no desafiar intereses superiores. El eslogan del rebaño se convirtió en ley: "La causa es todo, la causa no se critica". De lo contrario, hay castigo. El castigado quizá deba mudarse a otra granja donde escasea el alimento y el abrigo.
El rebaño intelectual muestra vocación cortesana. Administra bienes y servicios públicos del campo cultural, artístico, educativo, científico, académico. Lo hace con el espíritu del amanuense medieval que sólo copia lo que se le dicta. Las ideas propias adquieren valor cuando responden al criterio establecido por el dogma. Los miembros del rebaño sólo alzan la voz para dar cuenta de su adscripción ideológica, y se mantienen callados para no desairar su propia lealtad al régimen de sumisión política. En el rebaño no se ejerce la crítica libre. Y si algún miembro lo hizo fue acusado de traidor.
El rebaño vive en una granja irreal, ficticia, y está prisionero de la controvertida ley de la sinécdoque: como una parte representa al todo, la mínima disidencia se considera un sablazo contra la causa. Al revés también: si la causa es todo, entonces cualquier parte tiene el mismo valor que el conjunto, y nada de lo que suceda dentro del campo de la causa debe ser cuestionado, denunciado ni puesto en tela de juicio.
El rebaño sufre por la ley del miedo. En la granja hay intelectuales que justifican sus propias resignaciones, en especial las éticas, con el vidrioso argumento de que no conviene malquistarse con los poderosos. Como en la jungla: en el rebaño hay miedo de decir la verdad y denunciar la mentira.
Cuento una historia cruzada por los ruidos que sacuden la granja. Porque el rebaño está inquieto. Algunos intelectuales argentinos rompieron las reglas: contaron lo que no les permiten contar o se callaron cuando les ordenaron hablar. ¿Será el comienzo de una rebelión? Quién sabe. Quizá se sancionó un nuevo estatuto para el rebaño y escuchamos los gemidos de quienes todavía no se acomodaron a las nuevas reglas. Habrá que esperar.
Los argentinos conocemos bien la historia de los padecimientos y las tragedias de la militancia intelectual. Muertos sin sepultura anticipó una dramática realidad que nos golpeó de lleno. Y por eso imagino que muchos miembros del rebaño intelectual no se sienten orgullosos de sus actos. Porque de forma patética y a la vez paródica el rebaño pastorea según las normas y los estatutos de la fama, el poder y la riqueza. ¿Y los principios? ¿Y la causa? En el rebaño hay quienes se preguntan si la causa es digna de su fidelidad, y si su militancia los justifica ante sí mismos y los demás. Ya no se sienten orgullosos de su compromiso y tienen dudas sobre el sentido cabal de su militancia.
Recuerdo al poeta polaco Czeslaw Milosz. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1980. Escribió novelas y ensayos, pero su poesía es profunda, clarividente. Milosz nació en 1911 y falleció en 2004. A mediados del siglo pasado, luego de ayudar a los perseguidos por el nazismo en la Segunda Guerra, y cuando Stalin mantenía el timón del mundo comunista, dejó Polonia y se exilió en Francia y los Estados Unidos. Por sus críticas al comunismo y a toda forma de fascismo y totalitarismo fue declarado traidor en Polonia. Muchos intelectuales comunistas lo descalificaron con crueldad. Sus obras se tradujeron tarde a nuestra lengua. Recién cuando recibió el Premio Nobel se lo publicó en España. A nuestro país llegó poco después. Sus imágenes poéticas nos ayudan a desenmascarar muchos signos e hipocresías de la actualidad. Releo en Retrato a mediados del siglo XX , escrito en 1945:
"Escondido tras la sonrisa de la fraternidad/menospreciando a los lectores de diarios,/víctimas de la dialéctica de las ideologías,/pronunciando con un guiño la palabra democracia [?]/favorecedor de bailes y de fiestas como el mejor remedio/contra las animosidades públicas,/grita: cultura y arte, pero piensa en el espectáculo circense?"
Ya vemos que la literatura siempre cuenta la mejor historia de nosotros mismos.
La cuestión del orgullo militante es un asunto grave en estos tiempos de relativismo moral y político. Y el asunto de la causa, también. Porque cuando nos quedamos solos con nosotros mismos, con la cabeza en la almohada o frente al espejo, y sólo escuchamos la voz de nuestra conciencia que despeja la verdad y ahuyenta la mentira, entonces puede ocurrir que repitamos las mismas palabras que dice Henry, uno de los guerrilleros de Muertos sin sepultura : "La causa jamás da órdenes, jamás dice nada; somos nosotros los que decidimos sus necesidades. No hablemos de la causa".
Quizá Sartre tiene razón y ya no debemos hablar de la causa, sino de las personas que hablan en su nombre. A ver qué hacen. Y qué dicen. Y qué callan.
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