Reabrieron las escuelas, ¿pero volvió la educación?
Después de haber “militado” el cierre de las aulas durante más de un año, el Gobierno advirtió que la situación ya resultaba insostenible; el ciclo escolar, lejos de la normalidad
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¿Alcanza con reabrir las escuelas? Después de haber “militado” el cierre de las aulas durante más de un año, el Gobierno parece haber advertido que la situación ya resultaba insostenible. ¿Pero ha vuelto la educación? ¿O solo se ha improvisado un regreso limitado, desordenado y desganado a una apariencia de normalidad escolar? No son preguntas arbitrarias: desde que se anunció la vuelta a la presencialidad, casi ningún colegio ha regularizado una rutina continua. La jornada escolar es acotada, los alumnos van algunos días y otros no, la asistencia docente está muy condicionada y los edificios muestran las secuelas de haber estado mucho tiempo sin recibir ni siquiera un mantenimiento mínimo. Basta asomarse a la realidad cotidiana de cualquier colegio bonaerense para ver lo lejos que está el ciclo escolar de parecerse a la normalidad.
La decisión de haber mantenido las escuelas cerradas durante más de un año estuvo siempre floja de argumentos y de justificaciones. Provocó un daño que aún es difícil dimensionar, pero que muchos expertos definen como una verdadera tragedia generacional. Acentuó desigualdades, multiplicó la deserción, desarticuló las rutinas familiares y dejó a millones de chicos y adolescentes sin el amparo del colegio. Sin embargo, algún equívoco profundo y misterioso parece haber hecho que los gobiernos (nacional y provinciales), así como los gremios docentes, se sintieran cómodos con semejante despropósito. Quizá haya que desentrañar esa confusión para entender el desgano y la falta de convicción que parecen acompañar esta tardía apertura de las escuelas. ¿Por qué no se autorizan las jornadas completas en aquellos colegios que pueden garantizarlas? ¿Qué fundamento existe para que los protocolos sanitarios se puedan cumplir durante un turno limitado y no durante un turno completo? ¿Por qué no pueden ampliarse las “burbujas” en los colegios con matrículas más reducidas e instalaciones más amplias? “Volvamos, pero no mucho”, parece decir el Gobierno. Los gremios no celebran la vuelta al aula; la lamentan. Ni hablar de agregar días de clases, ampliar horarios y reducir recesos para compensar lo que se ha perdido. Propuestas de ese tipo suenan a herejías en un sistema educativo que siempre encuentra excusas para justificar la pérdida de días de clases.
El ministro de Educación de la Nación dijo la semana pasada, con pasmosa liviandad: “En aquellas escuelas donde haga frío se deben suspender las clases”. Podría haber dicho que el Estado iba a poner estufas, pero optó por el atajo más fácil. Es un criterio revelador: el Gobierno encubre su propia ineficiencia con el relato de que “cuidamos la salud de los chicos”. ¿Suspender más clases es cuidar la salud y el futuro de los chicos? ¿Cerrar escuelas es una forma de abrigar a los jóvenes? Para el relato de la indolencia demagógica, la respuesta es “sí”.
El problema es mucho más profundo que la falta de estufas, las jornadas reducidas y la asistencia alternada. Detrás de esta “escuela a media máquina” hay un profundo debilitamiento de la educación. Los alumnos son evaluados cada vez menos, la exigencia ha bajado al mismo ritmo que la actividad escolar, la interacción con los docentes se ha reducido. Los boletines de calificaciones son una mera formalidad llena de siglas incomprensibles. La escuela (como estructura y como institución) se ha desorganizado. La relación de los padres con el colegio ha quedado más fragmentada y desarticulada. Se ha resentido más el concepto de “comunidad educativa” y, en muchos casos, se han acentuado las desconfianzas, porque los padres (sobre todo en los sectores más vulnerables) sienten que la escuela los abandonó.
Esa escuela que estuvo más de un año cerrada ya era una institución en crisis: arrastraba problemas muy graves, tanto de calidad como de valores y de organización. La autoridad docente estaba cuestionada, la formación dejaba mucho que desear y los niveles de deserción eran muy altos. El trauma de este año y medio profundiza, entonces, un deterioro educativo que lleva décadas en la Argentina. ¿Se ha abandonado toda intención de recuperar la escuela pública? ¿Nos conformaremos con una escolaridad limitada y de baja intensidad? ¿El Gobierno le soltó la mano a “la escuela” para abrazarse al sindicalismo docente?
Mientras el ministro llama ahora a suspender las clases por el frío, en los últimos tres años Chubut tuvo solo sesenta días de clases. Se estima que 50.000 adolescentes de esa provincia, sobre un total de 170.000, han perdido el vínculo con la escuela en ese lapso. En Neuquén, un trabajo realizado por la ONG Barriletes en Bandada ha detectado que “hay chicos de tercer grado que todavía no saben leer” y que “recién están empezando a reconocer las letras”. Son apenas algunos de los datos recogidos por la historiadora María Victoria Baratta en su libro No esenciales. La infancia sacrificada.
Lo que se ve, en un contexto tan dramático y complejo como el que plantea la pandemia, es una escuela en retirada, a la que parece darle lo mismo estar abierta que cerrada, a la que un día de clases parece significarle poco y nada. Para el Gobierno, el reclamo por la reapertura de las escuelas ha sido casi un capricho de “padres opositores”, cuando no “negacionistas”. Después de mirar encuestas, ha concedido el regreso de la presencialidad en la provincia de Buenos Aires. Pero no parece preocupado por el hecho de que las escuelas sigan cerradas en Santa Cruz, en La Pampa, en Catamarca o en La Rioja.
Los datos, acá y en el mundo entero, son concluyentes: la actividad escolar produce muy bajo riesgo en materia de contagios. Y el costo de cerrar las aulas es, para chicos y adolescentes, enormemente más alto que el que supone la pandemia para esos grupos etarios. Si con protocolos adecuados han podido funcionar las industrias, el comercio y los servicios, ¿por qué no pudieron funcionar las escuelas? Los funcionarios responden con balbuceos; los gremios, con dogmatismo.
En el marco de esa indiferencia se debe interpretar la decisión oficial de suspender las pruebas Aprender. No se trata de una mera postergación, sino de una declaración de principios: de la misma manera que el Gobierno se ha sentido cómodo con las escuelas cerradas, se siente notoriamente incómodo con cualquier cosa que represente evaluación, exigencia, método, continuidad. Ni siquiera parece interesado en saber dónde estamos parados.
En lugar de multiplicar esfuerzos, la agudización de la crisis educativa alimenta un círculo vicioso: cada vez nos conformamos con menos y nivelamos más hacia abajo. Un sistema con dramáticos niveles de deserción tiende a conformarse con que los chicos vayan al colegio, aunque vayan de vez en cuando, aunque no estudien, aunque no aprendan.
¿Hay educación sin exámenes? ¿Se puede enseñar sin evaluar? Sin calificaciones y sin medición de rendimientos, la escuela se convierte en una ficción. Y en ese juego de ficciones, unos hacen que enseñan y otros hacen que aprenden, sin importar, en el fondo, que de verdad sucedan una u otra cosa. Tal vez haya que indagar en esta ideología de la ficción para entender lo que está pasando con la educación en la Argentina.
Por supuesto, no hay una salida rápida para una crisis de semejante envergadura. Pero tal vez se deba empezar por restablecer acuerdos básicos: la escuela debe estar abierta; no es lo mismo un día de clases que un día sin clases; no es lo mismo estudiar y esforzarse que no hacerlo. Para eso hay que macar un rumbo, dar señales claras y sostener una línea de coherencia. Pero primero hay que creer en la educación.