Raúl Alfonsín, en el recuerdo en primera persona de un militante radical
Hace 10 años se alejaba de este mundo Raúl Alfonsín, una de las figuras políticas más respetadas e influyentes de la política nacional y latinoamericana de finales del siglo XX. Su nombre está grabado en la memoria de millones de personas que vieron renacer tras su liderazgo político la democracia no solo en la Argentina sino también en toda la región. Fue fervorosa la tarea de política exterior de su gobierno en favor de extender las libertadas y el respeto de las normas básicas del estado de derecho a todo el continente.
Hoy Raúl Alfonsín es el presidente democrático más respetado y valorado por la sociedad argentina, no solo porque así lo demuestran las encuestas; también son una señal de esto, la cantidad de actos, homenajes y reconocimientos que se realizaron a lo largo y ancho de nuestro país, organizados no solo por el radicalismo sino por otras fuerzas políticas que en muchos casos fueron adversarios políticos del dirigente radical de Chascomús. Justamente una de las ideas que más trascendieron en estos días de homenajes es que su legado político ya no le pertenece solo a una facción partidaria, trasciende al radicalismo y se convirtió en una antorcha que mantiene viva la llama de la democracia y la política en la Argentina.
Pero también Raúl o el Quijote, como a veces solía decirle, fue, es y seguirá siendo un gran ejemplo para muchos militantes que, como él, creemos que la participación política y el involucramiento en los asuntos públicos son las herramientas fundamentales para transformar y mejorar la sociedad en la que vivimos. Desde este lugar de la militancia es que me tocó conocer y entablar una relación personal con Alfonsín, un vínculo que se inició allá por la década del noventa, cuando apenas cuatro años antes había dejado el gobierno en manos de otro presidente elegido por el voto popular, una de sus máximas aspiraciones para garantizar la consolidación de la democracia en nuestro país.
El inicio de mi militancia partidaria en la Juventud Radical de Chascomús, y luego en la provincia de Buenos Aires, sin dudas fue consecuencia de las marcas que me quedaron grabadas por la avalancha política que lo catapultó al poder a Raúl Alfonsín el 30 de octubre de 1983 tras ganar las elecciones al justicialismo. En la ciudad natal del primer presidente democrático, los amigos de la infancia del barrio cercano al comité radical vivimos ese hecho de una manera muy especial.
En aquellas épocas, sin tener aún plena conciencia de lo que estaba pasando, intuíamos que las boletas que doblábamos en el comité o las calcomanías que pegábamos en las paredes de la calle Libres del Sur con la leyenda RA –creatividad del publicista David Ratto- estaban contribuyendo a un gran objetivo nacional superior tras el desastre humanitario de Malvinas. Aquellos niños que éramos nos habíamos ilusionado con un triunfo en esa guerra, al igual que gran parte de la sociedad argentina. Según me contaron algunos militantes de la vieja guardia alfonsinista de Chascomús, en 1982 un grupo de jóvenes radicales estaba enfervorizado con la batalla que se estaba librando en el mar austral de nuestro país y en una reunión con Raúl en el Club Social él les manifestó que los militares nos estaban llevando a una situación sin salida en donde iban a morir muchos jóvenes.
El tiempo le dio la razón y años más tarde, cuando era presidente, promovió un Tratado de Paz y Amistad con Chile. A Ana María, su madre, a quien solía visitar en su casa de la calle Lavalle en Chascomús muchas veces después de salir de la escuela secundaria, una vez le pregunte cuál había sido el hecho político que ella consideraba más trascendente del gobierno de Alfonsín. Ella me contestó: "El orgullo más grande que tengo es que Raulito evitó una guerra con Chile ".
Entrados los años ochenta, cuando comencé a conocer las violaciones a los derechos humanos gracias a la Conadep y a la decisión presidencial de impulsar el juicio a las juntas militares, fueron también una invitación para sumarme definitivamente en los años noventa a la militancia partidaria en el radicalismo. Así fue, como militante, que me tocó acompañar a Raulito –como le decían en el pueblo cariñosamente en sus épocas de juventud- en la lucha contra el neoliberalismo que libró a través de su prédica recorriendo cada rincón del país, en muchos casos, a través de las actividades que organizábamos con la militancia juvenil del radicalismo y la Franja Morada en los comités partidarios o en las diferentes universidades públicas del extenso territorio argentino.
Recuerdo una vez, en un congreso que organizábamos con la Juventud Radical a mediados de los noventa en la provincia de Santa Fe, que recibí un llamado de Daniel Tardivo, el jefe de la custodia del expresidente, quien me manifestó que por inclemencias climáticas no podrían llegar a la actividad. En pocos segundos, le pidió el teléfono Alfonsín y lo escucho preguntarme cómo venía el Congreso y si valía la pena que estuviera allí presente. Me acuerdo que le dije: "Mire, Raúl, acá hay muchos jóvenes que vinieron de diferentes puntos de la provincia y que lo quieren escuchar, pero si tiene inconvenientes para llegar no se haga problema que lo excuso por su ausencia". El me contestó: "Avisales a los muchachos que estamos demorados pero que ya salimos para allá". Esta actitud, sin dudas, sirve como testimonio del compromiso y la importancia que le asignaba Alfonsín al diálogo político con los jóvenes.
También, por aquellos años, se dieron intensos debates partidarios como consecuencia del Pacto de Olivos y la posterior reforma constitucional, acontecimiento histórico que se recordó mucho en estos días. Y me acuerdo de aquella tarde de diciembre de 1993 en la que junto con una amiga que militábamos en los secundarios le tocamos el timbre al expresidente en la casa de Chascomús al advertir que había llegado a la ciudad para celebrar las fiestas. Queríamos que nos explicara cuáles habían sido las razones de ese acuerdo político que habilitaba la reelección presidencial. José, el encargado de los cuidados de la casa, luego de comentarle a Raúl nos hizo pasar al living y nos dijo: "Esperen acá que el Doctor ahora viene". Y así fue como Alfonsín se tomó unos cuantos minutos para contarnos que el Pacto de Olivos incluía muchas de las reformas que ya habían sido planteadas durante su gobierno y que, además, esa era la única manera de evitar que se constitucionalizaran, como pasó con el caso chileno, los preceptos de las concepciones neoliberales imperantes durante esa época.
Luego de esta anécdota y apenas unos meses más tarde sentí un gran orgullo por haber sido destinatario de la réplica de la Constitución Nacional que se juró en 1994 en el Palacio San José y que a cada constituyente le entregaban por su participación en la primera convención que sentó las bases de una nueva organización nacional con la participación de todo el abanico político partidario, hecho inédito en la historia de las reformas constitucionales de nuestro país. Era un domingo soleado de agosto de 1994. Raúl se bajó del auto mientras lo esperaba sentado en mi moto afuera de la casa ubicada frente del Concejo Deliberante de Chascomús y me dijo: "Hola Jorgito, te estaba esperando. Tengo un regalo para vos". Ese día, Alfonsín me hizo pasar a su escritorio y me dijo: "Te quiero regalar esta constitución, que es una réplica de la que juramos en la Convención y acordate siempre, como decía Yrigoyen, que en política el programa siempre debe ser la Constitución Nacional".
Tras estampar su firma con una dedicatoria en la que me agradecía por mi lucha solidaria, tal vez como símbolo del trabajo que como jóvenes militantes habíamos hecho para bancarlo en ese proceso político, lo abracé, me esforcé por contener la emoción. Cuando salí de su casa, me fui llorando con la constitución bajo el brazo.