Rafael, la pureza imposible
En una de sus conversaciones con Eckermann, la del 6 de diciembre de 1829, Goethe tuvo la ocurrencia deprimente de que, para embromar a los hombres, los demonios (Dëmonen, demones, para ser exactos) ponen de vez en cuando en el mundo figuras tan atractivas que todos quieren parecerse a ellas, pero que nadie puede alcanzar: "Así hicieron aparecer a Rafael, en quien pensamiento y acto tenían la misma perfección. Así, hicieron aparecer a Mozart, como algo inalcanzable en la música. Y en la poesía, a Shakespeare". La frase da que pensar. Para el historiador del arte Johann J. Winckelmann, el único camino posible para ser inimitables era la imitación de lo antiguo, y con esos ojos estudiaron Miguel Ángel y Rafael las obras de los antiguos.
Quinientos años después, Rafael es un caso cuya majestad y consecuencias excede la pintura. Consideremos su Madonna Sixtina, cuadro de altar pintado alrededor de 1513. La pintura es famosa. La mirada tanto del niño como del ángel de la izquierda estarían dirigidas a un crucifijo colgado frente al altar. Pero cuando el poeta alemán Novalis vio la pintura en Dresde llegó a otra conclusión: "La poesía se parece a ese ángel que hay debajo de la Madonna, que pone su dedo significativamente sobre sus labios, como si no tuviera seguridad ante tanta belleza". La sensibilidad romántica, que encontró en la Madonna un emblema plástico, agrieta la "noble sencillez y la serena grandeza" del arte clásico; encuentra en ella una duda tristemente moderna acerca de la posibilidad de esa belleza.
Dejemos el cuadro, que el ángel dude también de nosotros. Pasemos a Mozart. Es notable que el desarrollo del estilo clásico en la música coincidiera cronológicamente con las investigaciones históricas de Winckelmann sobre el arte antiguo. Los modelos se mantienen. Hacia 1922, Igor Stravinsky le escribió al director Ernest Ansermet: "Mozart es para mí lo que Rafael fue para Ingres y lo que es para Picasso".
Deberíamos preguntarnos cuáles son esos principios de la música mozartiana que lo acercarían a Rafael. En su estudio El estilo clásico, Charles Rosen fijó uno de ellos: la frase breve, periódica y articulada. Ese fraseo articulado, periódico, trajo como consecuencia dos alteraciones fundamentales en la naturaleza de la música del siglo XVIII: una fue la exaltación de la simetría llevada a límites casi sofocantes; la segunda, una estructura rítmica muy variada en la que los distintos ritmos no se contrastan ni se superponen, sino que fluyen con facilidad.
Ya ni se pinta como Rafael ni se compone como Mozart. El compositor Helmut Lachenmann tampoco lo hace, pero eso no quiere decir que haya que desentenderse de ellos. Para Lachenmann, el concepto de tradición implica una conciencia de continuidad en una sociedad intacta; sin embargo, esa continuidad no existe; la destruyeron la sociedad de masas, primero, y, ahora, los avatares progresistas del neomarxismo. Frente a esa idea imposible de tradición se impone otra, a la que Lachenmann llama "tradición latente". La relación entre nueva música y tradición nace de esa pugna. Con esa presunción fue compuesta Accanto, pieza para clarinete, orquesta y cinta, escrita entre 1975 y 1976, que está recorrida secretamente por el Concierto para clarinete en la mayor de Mozart. De él, aparece un cierto ritmo, y pasa que la obra de Lachenmann es "cortada" literalmente por irrupciones de la orquesta mozartiana, que suenan casi como palabras en una lengua extranjera.
"La dialéctica de la belleza como recusación de lo habitual no es nuevo en mi música. Lo nuevo es su relación concreta, casi paradigmática con una pieza particular", explicó el compositor. Para Lachenmann, el Concierto de Mozart constituye la "esencia" de la belleza, el humanismo y la pureza. Todo eso aparece, según él, actualmente fetichizado y, por eso, falsificado.
En Mozart, lo mismo que en Rafael, hay que denunciar la falsificación y proteger lo falsificado. Lo dice mejor Lachenmann: "Se destruye el contexto de lo que se ama para preservar su verdad".