Radiografía de un país que le teme más al remedio que a la enfermedad
La historia indica que pueden estar larvados procesos imperceptibles de virtuosismo insospechado; también, claro, de los otros, como lo prueba nuestra trayectoria del último siglo
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Cuando, en 1869, el entonces presidente Sarmiento dispuso el primer censo nacional, sus resultados fueron desalentadores. Con 1.800.000 habitantes, la Argentina era todavía una utopía. Una mirada realista hubiera aconsejado prudencia: el país se había reunificado por primera vez desde la emancipación solo siete años antes y las perspectivas lucían dudosas. Veintiséis años después, un nuevo inventario demográfico daba cuenta de que las cosas habían cambiado pese a estar recién recuperándonos de la crisis financiera de 1890. El siguiente censo, en vísperas de la Gran Guerra Europea de 1914, volvía a duplicar los guarismos de 1895: 8 millones. La Argentina era no solo un hecho, sino que ostentaba el sexto producto bruto per cápita del mundo.
Pero esa coronación estadística del optimismo desplegado durante el primer centenario se nubló al compás de las pesadillas incubadas por el nuevo siglo que llenaron de estupor a nuestras elites. La recuperación de su confianza luego de la primera posguerra volvió a desplomarse tras la segunda catástrofe: la Gran Depresión de 1929 y sus secuelas durante los 15 años siguientes, incluyendo una nueva conflagración mundial peor que la primera. El desconcierto y la necesidad de mantener las cuentas públicas en orden tal vez expliquen las causas del apagón estadístico hasta el censo dispuesto por el entonces presidente Perón en 1947.
Este marcaba varias torsiones nuevamente eclipsadas por la euforia ulterior de la Segunda Guerra que, no obstante, disimulaba un interrogante acuciante: ¿la recuperación de nuestras exportaciones tradicionales continuaba la saga de fines del siglo XIX reduciendo a la depresión como una mala racha compartida por el mundo? ¿O, por el contrario, era solo un repunte efímero que exigía seguir contemplando con atención a un futuro menos lineal que el prometido por el positivismo decimonónico?
Más allá de toda especulación, había dos datos significativos en favor de la segunda opción: las sociedades rurales de nuestras pampas no habían hecho más que drenar peones y chacareros hacia las grandes urbes litoraleñas desde el colapso, convirtiéndose, en el curso de solo una generación, en trabajadores de una industria protegida muy intensiva y poco competitiva. Fue lo que permitió preservar el carácter excepcionalmente integrado de nuestra sociedad en el concierto regional, aunque a un enorme costo fiscal con su concomitante inflación.
El redistribucionismo peronista se alineaba más bien en la primera; aunque ulteriores investigaciones han dado cuenta de que, en su fuero íntimo, el presidente albergaba más dudas que certezas sobre el curso de los acontecimientos. El otro dato era la parálisis de nuestro crecimiento poblacional a instancias de contingentes ultramarinos que explicaban los saltos registrados en 1895 y 1914. Hacia 1947, es decir, treinta y tres años después, nuestros casi 16 millones evidenciaban un crecimiento más moderado durante los 20 que se paralizó en los 30. La segunda posguerra estaba aportando saldos marginales y solo por unos pocos años más, continuados desde los 60 por los de países vecinos.
Los 7 censos siguientes (1960, 1970, 1980, 1991, 2001, 2010 y 2022) confirmaron definitivamente la segunda opción. Cada uno advirtió nuevas flexiones peligrosas poco atendidas por gobernantes urgidos por un cortoplacismo exasperante, y que habrían de yuxtaponer problemas de muy difícil resolución. Por caso, ya el de 1947 exhibía una tendencia a la macrocefalia de la hoy denominada área metropolitana de Buenos Aires (AMBA), que, según el censo del año pasado, concentra a 14 de los 46 millones actuales (36%) en menos de 1% de la superficie nacional.
El politólogo Andrés Malamud le suma a ese macrocefalismo una notable hipertrofia. Casi 18 millones habitan la provincia de Buenos Aires, que constituye solo un 4% de la extensión total del país. Y un 65% lo hace en el 5% configurado en el conurbano bonaerense. Algo así como el desenlace trágico de la “atlantización” del Río de la Plata comenzada en 1810. Con el agravante de que hoy ese polo detonado solo ofrece pobreza o regímenes de explotación importados de países limítrofes de cuya lejanía nos enorgullecíamos.
¿Hay otras novedades ofrecidas por el censo del año pasado? Sí, y ni buenas ni malas: todo depende de cómo se las gestione durante los próximos años. El renacimiento agropecuario comenzado en los 60 y disparado durante el ciclo de crecimiento entre 1991 y 2011 –más allá de su interrupción brutal en 2001-02– ha devuelto la prosperidad no solo a la pampa húmeda y “gringa”, pues los avances tecnológicos borraron sus fronteras instalando enclaves en distritos como Chaco, Santiago del Estero, Salta y Tucumán. No obstante, se trata de desarrollos focalizados.
En las llanuras del este el incremento demográfico luce retenido: en Buenos Aires, tal vez por su inviabilidad política, y en Santa Fe, por su novedosa situación estratégica en los circuitos del narcotráfico internacional. La gran excepción la depara Córdoba por sus satisfactorios niveles de continuidad y racionalidad de su gestión pública.
Otras sorpresas las ofrecen Neuquén, por las posibilidades del shale gas de Vaca Muerta, y Tierra del Fuego, un poco por el turismo y otro por su retrógrado régimen promocional. Hasta los privilegios indebidos a veces deparan sorpresas. El Chaco, Formosa, La Rioja Santiago del Estero y Catamarca manifiestan un crecimiento bajo, señal de que siguen expulsando población hacia los grandes conurbanos.
Aun así, el bonaerense está perdiendo su fuerza gravitacional (solo creció dos millones en 12 años), salvo en su tercer cordón, por causas que abarcan desde la radicación de importantes sectores de las clases más acomodadas en nuevas urbanizaciones cerradas en los bordes semirrurales hasta la extensión de las granjas periurbanas; pasando por la expansión de una pobreza estructural que ya alcanza a más del 40% de nuestros compatriotas. Otra tragedia indetenible desde el último medio siglo que perturba nuestro imaginario histórico.
Hay otros dos datos novedosos subrayados por el economista y demógrafo Rafael Rofman: el desplome de nuestro índice de fecundidad desde mediados de los 10 y la extensión del promedio de vida. Una mirada demasiado ortodoxa supondría un porvenir tan gris como aquel ofrecido por el censo de 1869, pero no constituye un destino inexorable en tanto se emprendan de una vez reformas sobrediagnosticadas desde hace décadas pero subejecutadas por un país que le teme más al remedio que a la enfermedad.
Rofman lo plantea con palmaria claridad: si tendremos menos chicos, requeriremos menos docentes primarios y secundarios, pero mucho más calificados de modo de incrementar la productividad indispensable para sostener a nuestros veteranos. Un cambio que exige, asimismo, reordenamientos institucionales en el plano laboral y previsional para que el crecimiento le gane la carrera al envejecimiento de la población. La baja densidad demográfica facilitaría, de ese modo, la reintegración social extraviada. ¿Difícil?, sin duda. ¿Imposible? No, como lo indican la madurez de nuestro complejo agroindustrial, las posibilidades del turismo global, la incipiente nueva minería, la potencia de varias economías regionales y la ralentización del GBA.
La historia indica que pueden estar larvados procesos imperceptibles de virtuosismo insospechado. También, claro está, de los otros, como lo prueba nuestra trayectoria durante el último siglo. Al cabo, la Argentina nació de una utopía improbable.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos