Quiero que todos hagamos palmas
En la cultura popular argentina, todo se resuelve aplaudiendo: desde un avión aterrizado hasta un niño perdido, el mismo sonido aclara todo
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El argentino aplaude. Va y aplaude. ¿A quién? A lo que sea. El argentino que está en Mar del Plata, primera quincena de enero, pensando que pagó precios en dólares por una sombrilla, se suma a la ola de aplausos que vienen desde La Perla pese a que esté en Punta Mogotes. Supone que hay un nene perdido y se suma con las famosas palmas. Quizás ni hace ruido, pero mueve las manos para mostrar que le importa.
El argentino va y aplaude. Se sienta en un restaurante con su esposa y puede estar peleándose durante cuarenta y cinco minutos que, ni bien escucha que se está cantando un feliz cumpleaños, se suma con palmas para hacer un poco de bullicio. No retacea el aplauso. Si está en un bodegón de cien cubiertos y se cantan cien cumpleaños, aplaudirá todas esas veces. ¿Para qué lo hace? Para formar parte, para no quedarse afuera, para mostrarse como miembro de un grupo que también aplaude. ¿A quién aplaude? No lo sabe. Apenas gira el cuello ve a otro argentino, tieso porque le están cantando el feliz cumpleaños, pero que no aplaude.
El argentino va y aplaude. No importa el lugar, el día o la hora. Si a las tres de la tarde del domingo, mientras se come una milanesa a caballo en San Telmo, irrumpe un show de músicos callejeros ante sus ojos, acompañará con palmas. Jamás dejará tirado a un artista que entona, desafinadamente, algún clásico del rock nacional: desde Flaca -para los fanáticos de Andrés Calamaro- hasta El Sensei -para las rolingas que siguen a las Pastillas del Abuelo― los aplausos estarán a la orden del día. Luego, a la hora de que la gorra pase mesa por mesa, algunas de esas manos se guardarán en los bolsillos y nada saldrá de ellos.
El argentino va y aplaude. Incluso innova: en todos los países del mundo se aplaude al final de la obra de teatro. En la Argentina, no. Si una frase en la mitad de la función les mueve el alma, aplauden; si entra a escena el actor que les gusta, aplauden; y si Nico Vázquez advierte que en el palco está Mirtha Legrand, aplauden.
El argentino va y aplaude. En el cine, con la película terminada, aplaude. ¿A quién? A Meryl Streep, con la ilusión de que esas palmas ruidosas lleguen a su casa en Palm Beach. O a Ansiedad, para reconocer la gran actuación que tuvo en la cabeza de Riley en Intensamente.
El argentino va y aplaude. En los estadios, cuando se pide un minuto de silencio antes de empezar el partido ante una muerte sentida, el argentino aplaude. O sea, el minuto de silencio es a puro aplauso. Las palmas no entienden de entretiempos: cuando la voz del estadio anuncia que dará la vuelta olímpica la división de vóley sub 15, los aplausos estallan para festejar el campeonato de un equipo que nadie sabía que existía.
El argentino va y aplaude. Ni siquiera piensa qué está aplaudiendo o que, a los hechos prácticos, el aplauso simboliza un reconocimiento. Puede haber estado volando doce horas a Europa, en un avión que se sacudió más que el dólar, pero una vez aterrizado se desharán en aplausos para el piloto.
El argentino va y aplaude. En los casamientos, cuando entran los novios al salón pero también cuando se proyecta el video emotivo, se baila el vals, entra el postre, se corta la torta y hasta cuando se divorcian. En los asados, cuando entra el tío impregnado de humo y carbón con una fuente de achuras en sus manos. En el trabajo, ante la computadora, cuando ven que se le acreditó el sueldo. Y hasta en las peleas -de pareja, familiares― para ironizar sobre un argumento con el que no están de acuerdo.
El argentino va y aplaude. No sea cosa que alguien quede sin ser reconocido o que, Dios no lo permita, uno termine afuera del aplauso masivo.