¿Quién vive? ¿Quién muere? La ética de la asignación de recursos
Imagine usted que se encuentra a cargo de una superpoblada unidad de terapia intensiva en la ciudad sitiada por el coronavirus. A media mañana, llegan a la sala de guardia los siguientes pacientes: un motociclista que acaba de sufrir un accidente cuando llevaba alimentos a un adulto mayor; un enfermero que recorre la ciudad en una ambulancia y una mujer de 89 años que presuntamente contrajo la enfermedad cuando fue visitada por su nieto. Usted hace un rápido examen de los pacientes y juzga que su estado clínico es igualmente grave. Probablemente no sobrevivirán, salvo que sean derivados a la unidad de terapia intensiva. No hay posibilidad de trasladarlos a otro lado o de agregar camas adicionales de terapia. Su única opción es admitir a uno solo de los nuevos pacientes ¿a cuál admitiría?
Este es un típico dilema a resolver en las clases de bioética. En tiempos de pandemia, semejante experimento mental se torna en el dilema con el que se enfrentan a diario los profesionales de la atención sanitaria.
Tal vez la expresión más apropiada de recurrir a la utilidad como criterio de selección, se encuentra en un procedimiento llamadotriage, expresión tan antigua como desconocida para quienes no recorren los pasillos de los hospitales. Inaugurada durante la Primera Guerra Mundial, esta práctica consistió en dividir la atención a los soldados heridos en tres grupos. A los que habían sufrido heridas leves, se los ignoraba. A los heridos fatales, solo se les administraba narcóticos para aliviar el dolor, pero no eran tratados. Y solo trataban a aquellos soldados heridos que, si eran atendidos, podían volver al campo de batalla. En términos de asignación de recursos, un enfoque utilitarista ordena beneficiar al mayor número de personas, de manera tal que se debe maximizar la atención hacia aquellos que tienen más probabilidades de beneficiarse de ella. Si en tiempos del coronavirus se cuenta con pocos respiradores o camas de terapia intensiva, se deberían destinar a quienes tienen mayores chances de sobrevivir, en lugar de asignárselos a quienes tienen pobres expectativas de vida.
En países afectados gravemente por la pandemia, como Italia o España, una clasificación similar se usa hoy en la selección de pacientes. En España no se atiende a los afectados leves y solo se internan a los gravemente afectados, y uno de los factores que explican la altísima mortandad de Italia es su población envejecida. Y según un informe publicado por el Ministerio de Sanidad español, el 95% de las personas fallecidas por coronavirus en ese país son mayores de 60 años.
Si representáramos la proporción entre jóvenes y adultos mayores en una figura geométrica, hace unos años habríamos dibujado un triángulo, cuya base representaría a los jóvenes, y cuyo vértice representaría, en cambio, a los adultos mayores. Hoy eso ya no es posible, y en lugar de un triángulo debemos representarnos un rectángulo: hasta hace un tiempo, la causa más importante del envejecimiento de la población fue el descenso en la tasa de nacimientos. En cambio, desde hace unas pocas décadas, el factor más importante en el envejecimiento de la población es la tasa de mortalidad a una edad más avanzada, explicable no solo por las mejores condiciones de vida sino también por los progresos de la medicina de la prevención y el tratamiento de enfermedades. En suma: cada día nace menos gente y cada día la gente se muere más tarde. De allí que el factor más importante en el creciente gasto en salud no sea solo el costo cada vez más elevado de la atención médica sino, fundamentalmente, el número creciente de personas que superan los 65 años, quienes demandan per capita un gasto mayor en salud en comparación con la demanda de los más jóvenes.
Si clasificamos a los candidatos a ser beneficiados por la edad, los menos beneficiados serán los adultos mayores. En Gran Bretaña, por ejemplo, se les niega el acceso a terapia intensiva a pacientes mayores que sufren, por ejemplo, de neumonía. Pero en contrapartida, se los provee gratuitamente de atención domiciliaria y de hospitales de día.
Se llegó a decir, entre otras cosas, que tenemos el deber de morir y dejar libre todas las máquinas -hoy las camas de unidades intensivas y los respiradores- para que los jóvenes puedan recibir una atención razonable. Y hasta circuló una teoría conspirativa según la cual la pandemia resolvería naturalmente el futuro de las jubilaciones en los países con poblaciones mayoritariamente inactivas. Por lo visto, el hecho de que no haya recursos suficientes para todos, transforma este problema aparentemente económico en un problema ético. ¿Quién tiene que beneficiarse con los pocos recursos disponibles? En otras palabras: ¿cuál debe ser el criterio de asignación de recursos escasos en salud?
En un artículo publicado en The New England Journal of Medicine, el médico y bioeticista Ezekiel Emanuel propone aplicar principios éticos de corte utilitarista al racionamiento en la pandemia de coronavirus: por un lado, favorecer a aquellos que muestran las mejores expectativas de vida. Por otro, priorizar la salud de quienes se ocupan de la atención médica de primera línea para maximizar el número de vidas salvadas. En España, por citar un caso registrado, el 12 % de los infectados son personal sanitario. Este planteo no es nuevo: el bioeticista estadounidense David Callahan propuso una teoría de la atención sanitaria basada en que esta debería ser suministrada a quienes se van a beneficiar más y negada a quienes se van a beneficiar menos. Callahan ideó un sistema de racionamiento basado en el "tiempo vital natural" (natural life span argument), esto es, la vida que termina con una muerte natural al final del ciclo vital. Pese a que la pandemia, tanto en Italia como en España, respetó el ciclo vital, también precipitó la muerte, por supuesto, no natural, de las víctimas. Emanuel apoyó este criterio de racionamiento, afirmando que el joven de 20 años ha vivido menos años de vida; de morir, habría sido privado de una vida plena. Si un joven de 20 y un adulto de 50 tienen pronósticos más o menos comparables, entonces el hecho de que el joven de 20 años no haya tenido una vida plena cuenta a su favor para obtener recursos escasos.
Por cierto, es una decisión muy controvertida hoy. En un artículo reciente en The New York Times, un investigador británico dijo: "Hay argumentos sobre la valoración de los jóvenes sobre los viejos con los que personalmente me siento muy incómodo", y agregó: "¿es acaso más valioso un joven de 20 años que uno de 50, quien posee experiencia y habilidades que el de 20 años no posee?"
La teoría utilitarista fue duramente criticada: establecer un tiempo natural de vida es arbitrario, artificial y, además no queda claro qué significa una tecnología que extienda una vida más allá de lo normal. En verdad, si se nos niega un tratamiento, sostiene este argumento, sufrimos una doble injusticia: por la lotería natural de la vida, los adultos mayores constituyen el grupo de riesgo por excelencia. Por otro lado, si tomamos en cuenta las iniquidades estructurales existentes, por la lotería social, una familia que convive en hacinamiento corre un riesgo mayor que una pareja de adultos que, pese a ser un grupo de riesgo, puede cumplir la cuarentena apropiadamente. De allí que la edad o la expectativa de vida pueden no ser criterios absolutos: por más que nos espere muy poco tiempo de vida, ese corto tiempo puede ser precioso para nosotros, porque es el único tiempo que nos queda para vivir.
Doctora en Filosofía (UBA)