Querida galaxia, aquí seguimos
Un día como hoy, hace 46 años, el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, emitía, en dirección al cúmulo de estrellas M13, un mensaje de 1679 bits que contenía información sobre la Tierra, los componentes del ADN humano, la población del planeta, los números del 1 al 10 y algunos otros datos escritos con unos y ceros. Un telegrama, en parámetros de volumen de información actuales, anunciando apenas que aquí estábamos. En estas casi cinco décadas, podría afirmarse que poco ha cambiado en los curiosos emisores de aquel tosco mensaje, salvo quizás en el acercarse sin prisa pero sin pausa a la posibilidad de no estar aquí el día en que acaso llegue una respuesta. Esperar una contestación, tomando en cuenta que nuestra carta llegará a destino dentro de 24.954 años (si por alguna razón pudiera adquirir la capacidad viajar a la velocidad de la luz), es una muestra de esa irrepetible mezcla de optimismo, poesía y ciencia que Carl Sagan convirtió en una convicción planetaria. "Estamos hechos de estrellas. Somos el vehículo para que el universo se conozca a sí mismo", explicaba en Cosmos, la serie estrenada en 1980, hace exactamente cuarenta años, que marcó a varias generaciones.
La operación por la que el universo se conocía a sí mismo en la pantalla era aleccionadora: ponía en perspectiva nuestra verdadera estatura en la vastedad de la materia y, a la vez, nos permitía maravillarnos con el accidente cósmico que posibilitaba emplear esa conciencia como "mariposas que aletean por un día y creen que es para siempre". La serie original (que puede verse en YouTube) también originó un memorable libro (que rastreo infructuosamente por librerías de viejo para tener un ejemplar en casa que ignoren mis hijos) y un regreso en 2014 a la pantalla en National Geographic, con recursos contemporáneos y la misma curiosidad, pero bastante menos lirismo, de la mano de la productora y guionista Ann Druyan, esposa y compañera de investigaciones de Sagan, y del astrónomo Neil de Grasse Tyson.
Incluso hoy, es impensable contemplar un mejor escritor que Sagan para presentarnos con justicia ante hipotéticas civilizaciones lejanas, sin esconder nuestras falencias ni exagerar nuestros logros (Ursula K. Le Guin acaso sería su mejor suplente). Tres años después del escueto mensaje estelar de Arecibo, en 1977, Sagan presidiría el comité de la NASA que preparó el disco dorado que viaja desde entonces a bordo de las sondas Voyager, llevando en su viaje de ida a los confines del universo conocido los sonidos e imágenes de nuestro "pálido punto azul". Allí están contenidos ejemplos salientes para esa época de nuestra cultura, idiomas, logros tecnológicos, medioambiente e expresiones artísticas (pero no "Here Comes the Sun", ya que EMI, la discográfica de los Beatles no dio su permiso: definición de diccionario de "estrechez de miras") ¿Qué hubiésemos cambiado en el catálogo si tuvieramos que registrar ese disco hoy? Suena a consigna de Twitter, lamentablemente.
La semana pasada, la NASA anunció que había restablecido el contacto perdido en marzo último con Voyager 2 al reparar una antena en Canberra, Australia, la única forma de enviar un mensaje al espacio profundo y recibir cuatro días después, tras surcar los 18.800 millones de kilómetros que hoy separan a la sonda de su planeta natal, un conmovedor y escueto "hola" de parte de la nave. Será porque las hermanas Voyager y yo tenemos casi la misma edad, y nuestras trayectorias –aunque disímiles– comenzaron en el mismo punto, o porque su silencio cósmico desde marzo coincide con la larga noche de la pandemia del coronavirus, pero no pude menos que sonreír al enterarme de que continuaban su viaje eterno, que su silencio era apenas un problema de señal. Alguien, allá afuera, ahora mismo, puede estar mirándonos, destapando finalmente esas botellas al mar sideral. "La ausencia de evidencia no es la evidencia de una ausencia", después de todo.