Quedan los vestidos
Sacamos todo. Sacamos lo tradicional, el sentido con el que surgió, los puntos a cumplir. Sacamos los permisos, las clases previas. Lo dejamos sin nada o con poco. Lo tomamos y arrasamos. Fue una cacería con las manos. En su origen la celebración por los 15 años de una mujer, según dicen en las costumbres mayas y aztecas, era un momento en la vida.
Una fiesta para dar una señal que mostraba al mundo que la cumpleañera estaba lista para el futuro y ese futuro era el casamiento, la familia, la vida adulta. Eso se lo sacamos. Sacamos también la misa católica que obligaron a introducir los sacerdotes cuando llegaron los españoles y se quedaron con todo. Le sacamos el tinte moral, la idea fantástica de que ese momento de la bendición religiosa era la confirmación de que la adolescente era una buena persona.
Le sacamos el gesto de presentación ante la sociedad. Y seguimos. Sacamos la enseñanza de la historia y la cultura del pueblo para que la mujer supiera, para que ni una persona le dijera que no sabía lo que debía saber. Sacamos la necesidad de conocer en detalle las habilidades domésticas. Nadie que en la actualidad quiera festejar sus 15 debe antes demostrar que sabe cocinar, zurcir, planchar, tejer, hacer bien un dobladillo o poner los pitucones en el codo del saco como corresponde. Con el tiempo sacamos tanto. Sacamos la potestad para tomar decisiones porque los 15 no siempre son suficientes. Sacamos la independencia económica de la quinceañera.
Sacamos, depende quién, esa barrera que no se ve pero que existe y dice que a partir de determinada edad determinadas cosas: para los mayas y los aztecas, según cuentan, a los 15 sí a maquillarse, sí a las joyas, sí a bailar en público. Antes nada. Sacamos también las clases de vals para aprender a bailar el vals en la fiesta. Para que ninguno dijera pero. Hoy aguantamos tanto los peros. Sacamos más, algunas cosas lindas también. Apenas. Sacamos mucho, cambiamos las reglas, quitamos casi todo. Lo pusimos cerca, lo prendimos fuego y nos sentamos a mirar. Las fiestas de 15 hoy son, para quienes pueden, baile, comida, ropa y poco más.
Lo que queda son los vestidos. Desde antes hasta ahora lo que la mayoría de las mujeres de 15 quiere es el vestido. Las faldas inmensas, los colores, las telas, las perlas, el encaje, los brillos, el blanco, las tiaras en la cabeza, los broches, los zapatos, las pulseras, la seda, el bordado a mano, el tiempo dedicado, las horas, las tardes de recorrida para encontrarlo, las revistas, las modistas, la sedería José sobre la avenida. Meses buscando, meses eligiendo. Todos los días pensando. En una de las galerías más populares de Lomas de Zamora hay un local que desde hace décadas vende esto, los vestidos. Solo los vestidos. En la ventana se ven maniquíes con trajes rojos, rosas, verdes como la esmeralda, blancos, lilas. Casi todos tienen la falda amplísima, anchísima, un globo terráqueo cortado a la mitad y en el Ecuador los pies. Tienen canutillos, tienen transparencias, tienen corsets, tienen tul, tienen flores, tienen el gusto de las cosas que se meten en miel y quedan pegajosas por días.
¿Por qué quedaron los vestidos? Hay algo, seguro, de esa fantasía que parece estar pegada a los huesos y que dice que los atuendos como estos los usan las princesas y ya bien nos contaron cómo les va a las princesas. Esa prestancia.
Pero quizá haya más detrás. Tal vez el vestido sea un gesto vanidoso de ingenuidad. Un pedido. Ese razonamiento que apela a que el afuera puede modificar el adentro. A que la apariencia tiene la capacidad de cambiar lo que sucede. Si estoy bien vestida, estoy bien. Por eso la pompa, un pedido de auxilio a unos años de la adultez, ese momento en que lo que pasa alrededor es la realidad. La fiesta de 15 debe ser eso: ponerse el mejor vestido y cruzar los dedos.
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