¿Qué vas a ser cuando seas grande? Inmigrante
Irse a vivir afuera ha dejado de ser un proyecto exclusivo de jóvenes y familias de mediana edad, y cada vez es más frecuente entre adolescentes
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Hay chicos que antes de conocer el significado de la palabra “inmigrante” ya saben que eso es lo que quieren ser cuando sean grandes. Irse a vivir afuera ha dejado de ser un proyecto exclusivo de jóvenes y familias de mediana edad; cada vez es más frecuente escuchar a preadolescentes de 13 o 14 años avisar que, en su horizonte, imaginan la vida en Europa o Estados Unidos.
Podría encuadrarse como un juego exploratorio de chicos en edad de construir sueños y fantasías. Podría vincularse, también, con un contexto en el que parece estar “de moda” la idea de irse del país. Sin embargo, tal vez deberíamos tomar en serio el mensaje que hay detrás de ese futuro imaginario que se empieza a construir en la primera adolescencia. No deja de ser llamativo que, a la edad de echar raíces, en la que generalmente los chicos se sienten más seguros en su barrio, en su colegio, cerca de su familia y de sus amigos, muchos incorporen con naturalidad la idea de armar su vida fuera del país.
Profesores de segundo y tercero de secundaria (con alumnos de clase media, de entre 13 y 15 años) se sorprenden por la cantidad de chicos que hablan de irse a vivir a otro país. Algo parecido les pasa a muchos padres: en el diálogo con sus hijos, esa posibilidad aparece cada vez más temprano; mucho antes, incluso, de que los chicos sepan qué van a estudiar. La idea de emigrar surge antes de descubrir la vocación, como si se impusiera, de manera prematura, la intuición de que, sea lo que sea que vayan a hacer, será mejor hacerlo afuera; como si crecieran ya con la idea de que el futuro está en otra parte.
Parecería estar ocurriendo, en la escala del país, lo que pasa generalmente en las aldeas pequeñas y poco desarrolladas: sus habitantes incorporan, desde muy chicos, la idea de que al crecer se tendrán que ir. En muchos pueblos del interior, la emigración se vive como un destino inevitable: los padres saben que sus hijos se irán. Ahora parecerían ampliarse las fronteras de ese destino: no se trata de irse a la ciudad, sino de irse al extranjero. Ya no son las comunidades chicas, sino el propio país el que empieza a parecerles, a las nuevas generaciones, un corsé muy apretado.
Es evidente que en esta tendencia social influyen los rasgos culturales de una generación más conectada con el mundo. A través de las redes, los teléfonos inteligentes y las distintas plataformas digitales, los chicos hoy tienen una visión menos provinciana y más global de la que tenían sus padres y sus abuelos. Conciben el mundo como un territorio menos lejano y menos ajeno. Puede parecer exagerado, pero los más jóvenes sienten que su patria está en el celular más que en su propio terruño. Quizá eso los salve, en el futuro, de las tentaciones y peligros de un nacionalismo primitivo. Con esa cabeza, vivir en otro país tiene una connotación muy distinta de la que tenía hasta hace apenas una década. Muchos hijos de la clase media han incorporado los viajes al exterior como una opción accesible. A través de las pantallas, además, están conectados con youtubers e influencers de todo el mundo. Crecen con la certeza de que la amistad no exige necesariamente cercanía física. La aceleración de los sistemas de interacción virtual tal vez haya acentuado esta perspectiva en el último tiempo.
También hay, entre los más jóvenes, una nueva relación con “las raíces” y los cimientos. Si generaciones anteriores buscaban anclarse en una comunidad, en un trabajo y en un esquema familiar, hoy parecería imponerse una concepción basada en menos ataduras y más ligera de equipaje. Muchos jóvenes prefieren trabajos de tiempo parcial, antes que asumir las obligaciones de un empleo formal; eluden también ese compromiso rígido en las relaciones de pareja (cada vez se casan menos) y hasta incorporan pautas de consumo más livianas: el monopatín eléctrico en lugar del auto. Por elección o por imposibilidad, la idea de una hipoteca a 30 años resulta inconcebible para muchos jóvenes de hoy. ¿Todo esto los convierte en una generación en fuga?
Para entender el proyecto adolescente de la emigración, deben descifrarse –sin duda– estos nuevos rasgos culturales. Pero hay algo más que eso: los chicos no hablan de viajar por el mundo, sino de armar su vida en otro país. La perspectiva global que aportan las nuevas tecnologías no es –por otra parte– un dato exclusivo de la Argentina. Sin embargo, ¿cuántos chicos franceses, canadienses, norteamericanos o dinamarqueses piensan en irse a vivir al extranjero? La desesperanza, el pesimismo sobre el futuro y la sensación de que los hijos vivirán peor que sus padres tampoco son males exclusivos de nuestra sociedad. Acá, sin embargo, parecen alcanzar una dimensión mucho más dramática y profunda que en otros lugares.
Si interpretar la idea precoz de la inmigración nos obliga a reparar en la cultura global de los más jóvenes, también es inevitable computar el entorno de angustia y escepticismo en el que crecen hoy los chicos en la Argentina. Los adolescentes de clase media se desenvuelven desde hace años en una atmósfera de desánimo y pesimismo. Aun los más privilegiados (los que viven en hogares confortables, van a escuelas donde se dictan clases, tienen acceso al esparcimiento y la cultura, además de contar con estructuras familiares contenedoras) crecen en un contexto en el que el miedo y la inestabilidad son variables cotidianas.
En la Argentina, la calle es un territorio hostil y peligroso para cualquier adolescente. Incorporan desde muy chicos una sensación de vulnerabilidad. Pero además crecen en un clima de queja e insatisfacción. La escuela también es una institución conflictuada, donde los maestros transmiten su frustración y descontento. El temor al futuro no es una abstracción conceptual para los chicos: lo perciben en su casa, donde la pérdida de ingresos, la inflación, el desempleo, la corrupción y la desconfianza dejan de ser factores de análisis político para traducirse en penurias y lamentos familiares. Antes de saber qué significan la inflación y la inseguridad, los chicos aprenden lo difícil que es ahorrar para comprarse un celular en la Argentina y lo fácil que es que se lo roben en cualquier esquina. Son experiencias que consolidan, en las nuevas generaciones, una suerte de desencanto estructural que los empuja, con naturalidad, a imaginar su futuro en otro lado.
Estos síntomas de pesimismo precoz quizá deban promover interrogantes entre los adultos e impulsar un diálogo más profundo entre padres e hijos, entre maestros y alumnos. ¿Estamos inculcando la amargura y el escepticismo entre los más jóvenes? Es cierto: a la desilusión no le faltan argumentos. Pero el pesimismo de las nuevas generaciones sobre el país ¿no implica dar por perdida la batalla? ¿No deberíamos sembrar semillas de esperanza? Al fin y al cabo, los países (como las pequeñas aldeas) no tienen un destino inexorable: son lo que seamos capaces de hacer con ellos. Tal vez esa visión menos provinciana con la que crecen las nuevas generaciones sea una oportunidad para el futuro de la Argentina. Esa cercanía y esa familiaridad con el mundo podrían ser un puente para integrarnos, no un camino para irnos. Si miramos a través del celular, también encontraremos historias inspiradoras de pequeñas aldeas que parecían condenadas al atraso y al olvido (hasta quedar borradas del mapa) y sin embargo renacieron con el empuje, la creatividad y la energía de jóvenes que apostaron a ellas. ¿Suena idílico? Tal vez. Pero quizá valga la pena hablar con los más chicos sobre futuros posibles, y no solo inculcarles el pesimismo y la amargura de un presente cada vez más sombrío.