¿Qué significa ganar en las próximas elecciones legislativas?
No hay un indicador indiscutido para dar respuesta terminante a la pregunta sobre el triunfo en los comicios; puede ocurrir que la algarabía se oiga a ambos lados de la grieta que separa a los argentinos
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Hay preguntas, relativamente sencillas, que nos formulamos a diario con la certeza asumida de que tienen una respuesta simple, a cubierto de complicaciones. Sucede en todos los órdenes de la vida y, como es lógico suponer, también en el campo de la política. El interrogante que, sin excepción, da el presente en los períodos preelectorales, está vinculado con las posibilidades de los distintos candidatos y partidos de ganar y de perder. Lo que en un análisis hecho a mano alzada parece fácil de establecer, a poco de meternos en el fondo de la cuestión demuestra ser un problema bastante más complejo de lo imaginado a priori. Porque no siempre aquel que obtiene mayor número de votos puede considerarse, prescindiendo de examinar la naturaleza del comicio en cuestión, vencedor indiscutible.
Cuando se trata de una pulseada de carácter presidencial es claro que, cualesquiera que sean las reglas de juego vigentes –con o sin doble vuelta de por medio– llega un momento en que sumar una papeleta más en las urnas es el factor determinante para saber quién festejará y quién saldrá derrotado. En semejantes casos no hay demasiados misterios que resolver ni sesudos análisis que desarrollar. Ello significa que, previo al comicio de que se trate, es posible responder con exactitud a la pregunta de cómo se determina quién es el triunfador. Bien distinto resulta, en cambio, el escenario abierto a instancias de unas elecciones legislativas. Las que habrán de sustanciarse entre nosotros, primero a mediados del mes de septiembre y, con posterioridad, hacia finales de noviembre, arrastran una dificultad inocultable en términos analíticos: nadie está en condiciones de contestar, sin falla de matiz, qué significa ganar o perder. Salvo que una de las dos coaliciones enfrentadas literalmente obtenga una ventaja tan amplia que no dé lugar a discusiones ulteriores.
Las dificultades antes mencionadas son de distinta índole. Existen, al menos, tres posibles formas de abordar la cuestión y responder a la pregunta de marras en términos provisorios: 1) poner el énfasis en la simple pluralidad de sufragios tomando al país como totalidad, es decir, aplicar un criterio puramente cuantitativo –sin diferenciar lo que sucede en cada distrito electoral– y, en función del número de votos que obtenga una y otra fuerza a nivel general, definir cuál de las dos se ha impuesto; 2) fijar la atención en la cantidad de senadores y de diputados que se disputan y, con base en cuántos representantes de más o de menos sumen a su bancada o deban restar de la misma los principales frentes –el kirchnerista y Juntos por el Cambio–, precisar a quién le corresponde el título de vencedor y a quién el de derrotado, y 3) poner la lupa en la provincia de Buenos Aires en razón de que en su territorio, según se estila decir–a veces con plena razón y otras no sin exageración–, se entabla “la madre de todas las batallas”. De acuerdo con esta manera de tratar el tema, imponerse, aunque sea por un voto, en suelo bonaerense –concentra, bueno es recordarlo, casi el 40% del padrón nacional–, justifica darse por vencedor a escala nacional.
Las tres explicaciones tienen sus puntos firmes y sus lados flacos. Por diferentes razones, que son del caso aclarar, ninguna resulta definitiva en virtud de que hay muchos cristales con los cuales mirarlas y ponderarlas. De más está decir que la trascendencia de las PASO y de las generales a realizarse dos meses después es algo en lo que coinciden tirios y troyanos, sin excepción a la regla. Cuánto se encuentra en juego es de tal importancia que debe descontarse el interés del oficialismo y de la oposición de llevar agua a su molino cuando deban adueñarse del resultado arrojado por las urnas. En la medida en que las interpretaciones están abiertas a debate no sería de extrañar que, conocido el escrutinio definitivo, haya fiesta en los dos centros de campaña.
Conviene pasar revista a las fortalezas y las debilidades de las tres formas de acercarse, con ojo crítico, al asunto. Topamos primero con una duda no menor: el criterio de comparación. Como se renuevan los diputados de 2017, ¿corresponde confrontar los votos del presente año con los de aquel o con los de 2019? Y si ello fuera indiferente, ¿qué pasaría si la coalición que sacó mayor número de sufragios a lo largo y ancho de la república no incrementase su caudal en la Cámara baja y obtuviese menos senadores de los que contaba en su haber antes de abrirse la puja electoral? Privilegiar la simple pluralidad, en votaciones legislativas, solo tiene valor en la medida en que la mayoría de las personas ve los grandes números, lo cual no deja de resultar engañoso. Servirá para titular las portadas de los diarios del 15 de noviembre, y poco más. Pero en tanto y en cuanto no hay un solo distrito –como es el caso de las elecciones presidenciales– sino 24 en los que se eligen diputados y 8 en los que se eligen senadores, la suma de todas las provincias carece de sentido.
El segundo modo de mirar la cuestión gana en objetividad a condición de entender que pierde en espectacularidad mediática. La tarea de contar cuántos senadores de más o de menos obtengan los dos frentes es cosa sencilla e inobjetable. En teoría esta es la única de las tres variantes que puede reivindicar para sí una objetividad absoluta. Claro que podría suceder –y es el escenario que cuenta con mayores probabilidades de convertirse en realidad– que JxC sumase en la Cámara alta a costa del kirchnerismo y, a su vez, este hiciese lo propio en la Cámara baja a expensas de aquel. En tal situación no faltarían los partidarios de la idea del empate, que luce adecuada para graficar la situación. Sin embargo, se estaría pasando por alto el hecho de que no son lo mismo los representantes de una y otra cámara. La comparación no se sostiene a menos que una fuerza acreditase a su favor tamaña cantidad de bancas que le permitiese dominar los 2/3 del Senado o lograr el quorum propio en la Cámara baja.
Y, por fin, Buenos Aires. Su peso electoral es de tal porte que introducirla en la discusión no es fruto de un capricho intelectual. Es cierto que parece poco serio el planteo según el cual cuanto ocurra en su territorio cierra la cuestión y define al ganador nacional. Si acaso el Frente de Todos fuese capaz de repetir la performance de año y medio atrás y le sacase 15 puntos de ventaja a Juntos por el Cambio, no habría nada más que argumentar. La pregunta de quién ganó perdería entidad. Ahora bien, si en lugar de esa diferencia el oficialismo superara a su adversario por 5 puntos o menos, la respuesta se complicaría. Sencillamente en virtud del número de sufragios de menos que cosecharía y de la posible merma en la cantidad de diputados que le responderían, a partir de diciembre, en el Congreso nacional. Por lo tanto, la única contestación válida al interrogante planteado en el título de este artículo –aplicado, cuando menos, al ámbito bonaerense– debería combinar la cantidad de sufragios obtenida y el total de diputados retenido.
Llegados a esta instancia una cosa está clara: no hay un indicador indiscutido con arreglo al cual ofrecer respuesta terminante a una pregunta en apariencia tan elemental. Es verdad que existen ciertas variables de referencia que son de utilidad a la hora de guiarnos en el análisis. No obstante, las interpretaciones que se pueden tejer respecto de comicios en donde habrán de contarse tantos competidores, en provincias tan distintas y con criterios de medida tan disímiles, resultan innumerables. Que haya un solo triunfador es, apenas, una posibilidad. También puede ocurrir que la algarabía se haga oír en los dos lados de la grieta que separa a los argentinos.