Qué significa enseñar literatura
Di clases de literatura unos años en el mismo barrio en el que había vivido cuando era chico. En la zona a la que llamábamos “las quintas”, donde unos portugueses cultivaban verduras, se había construido en los años noventa un barrio obrero y, poco después, una escuela pública. ¿No era ese también una especie de cultivo? En el concurso público de cargos, me tocaron dos cuartos años y un quinto de una escuela secundaria comercial. Debía enseñar, según la planificación ministerial en ese entonces, literatura española, literatura latinoamericana y literatura argentina. Por cuestión de gustos, sinteticé la literatura española en Cervantes, Quevedo, Góngora, Mariano José de Larra, Luis Cernuda y García Lorca. A la distancia, no me parece poco.
“Es sabido que a quienes nos gusta la literatura nos suele gustar también evangelizar un poco, ver qué hacemos con nuestro pathos –dice Gonzalo Santos, docente y periodista, autor de dos libros de crónicas sobre su experiencia como docente: En las escuelas y (De)formación docente: apuntes dispersos-. Algunos se hacen editores, otros traducen, escriben reseñas, otros dan clase. La verdad es que yo nunca supe qué hacer con el mío. Mientras tanto, me hice profesor.”
Santos dio clases en escuelas privadas y públicas de Avellaneda y volvió de esa experiencia con un diagnóstico crítico sobre la situación en las aulas. “En el caso de la docencia, recuerdo que antes de terminar la secundaria empecé a leer mucha literatura y un buen día (o malo, todavía no lo decido) se me ocurrió que podría enseñar”, recuerda. Nadie puede prometer que los romances con la literatura son fáciles.
¿Por qué había estudiado el profesorado de literatura? Dudaba de mi competencia como docente, me costaba hablar en público y la disciplina no era mi fuerte. Sin embargo, me gustaba leer y siempre había hablado de las lecturas con mis compañeros de estudios, mis amigos, mis docentes y mis parejas. Esa conversación había empezado muy temprano y todavía perdura. En los años de docencia, entonces, hablé de literatura con los adolescentes que asistían a clases en esa escuela de Villa Madero.
“Las mujeres me hicieron amar la literatura –dice Diego De Vincenzo, profesor de literatura en escuelas secundarias y bachilleratos de adultos, y autor de libros de estudio-. Los libros los compraba mi vieja, mi tía me legó la cultura letrada, y el erotismo maternal y pedagógico vino de mis profesoras del secundario. A los catorce años, una blonda de ojos turquesas me pedía que la retratara, por ejemplo, con léxico modernista. La de cuarto, de Española, siempre que me hablaba me acariciaba el pelo. Ellas me introdujeron en las lecturas más canónicas, y a mí me encantaban.”
De Vincenzo cuenta que, cuando leyó al poeta Jorge Manrique, le produjo tal conmoción que pensó en convertirse en docente. “Nunca consideré la literatura como un pasatiempo o una diversión -agrega-. Siempre tengo que leer ‘para algo’. Y desde ese lugar presento la literatura a mis alumnos. Trabajé en las escuelas ORT, en un comercial y en una técnica. Enseguida entendí que es mentira que los chicos no quieren leer. ¡Mentira! El tema viró a un asunto de políticas culturales. Yo despertaba el deseo por leer, pero en todo Torcuato no había una sola librería para husmear libros.” Este año, probará con darles a sus alumnos, como si fuera una pócima mágica, estrategias para una escritura creativa.
Igual que Santos y que yo, De Vincenzo aprendió con grandes profesores, a los que quería imitar cuando fuera docente. (En mis clases, cuando la inspiración se hundía, yo los imaginaba como salvavidas.) “Uno es Daniel Link, tal vez el mejor profesor que haya conocido en mi vida -confiesa-. El otro fue Norberto Silva, que me enseñó latín cuando él tenía veintiocho años y que se murió a los treinta y uno, como Schubert. La otra es Isabel Vassallo: misterio y fuga, exquisitez y poesía. Y Martina López Casanova: la clase total.” Isabel Vassallo es poeta, autora de Memoria de la hierba. Ella había sido alumna de Enrique Pezzoni y nos hablaba de él como los que fuimos sus alumnos hablamos ahora de ella: con amor y reconocimiento.
Cada vez que marzo se acerca, pienso que la enseñanza de literatura se asemeja más a un ejercicio de sensibilidad con discernimiento que a una rutina en vista de la apropiación de un saber. Sin embargo, es probable que cualquier docente al que le apasiona su materia siente y piensa algo similar a lo que yo creo que representa la enseñanza de literatura.