¿Qué significa adoctrinar en la Argentina?
Hace tiempo ya que en la sociedad argentina circula una palabra que porta en su concepción tintes sombríos. Esa palabra es adoctrinamiento.
Continuamente leemos o escuchamos que en tal escuela o universidad se "adoctrina" y las redes bullen con ejemplos. A veces ciertos, a veces no, en ocasiones nos encontramos ante una línea muy estrecha para decidir si determinada conducta puede ser clasificada así.
Los docentes somos personas definidas por todo aquello que hemos sido y somos, nuestras creencias, nuestras metas y afanes. No existe el "ser objetivo" perfecto porque somos, como diría Ortega y Gasset, nosotros y nuestras circunstancias. Sin embargo, nuestra vocación exige formar a partir del pensamiento crítico.
Cualquier docente puede legítimamente emitir una opinión sin que eso constituya adoctrinamiento. Buscando ejemplos polémicos, todos hemos tenido algún profesor de historia que denostaba a Sarmiento por sus ideales y, al año siguiente, otro de literatura que aseguraba que Facundo y no el Martín Fierro era la obra cumbre de las letras argentinas. Cosas que originaban debates pero ninguno de nosotros se sentía adoctrinado por eso.
Para llevar adelante este designio no es casual que en la historia moderna todos los movimientos similares a quienes hoy gobiernan la Argentina hayan elegido a los sistemas educativos. No existe ninguna red que posea tantos puntos sobre la superficie de un país como la escolar. Lugares donde, además, el público suele ser cautivo
Una forma de comprender este fenómeno consiste en definir el contexto en el que se produce y los elementos que lo caracterizan. Sobre la primera premisa, valga decir que el adoctrinamiento no surge por generación espontánea en el seno de una sociedad que entiende que determinados valores y visiones deben ser inculcados a fuego en el espíritu de sus niños y jóvenes. Hay filosofías políticas que educan para la libertad y el desarrollo de las personas, y otras que adoctrinan. Para que esto último suceda debe existir en la conducción del estado un espacio político que, preconizando representar ideas poco definibles como pueblo, ser nacional u otras similares se arrogue la posesión de la verdad absoluta, aquella que no puede ser discutida pues su evidencia es tan grande que no admite opinión en contrario. Un dogma que debe ser enseñado a las futuras generaciones para que compartan el beneficio de seguir siendo parte de ese todo que el gobierno simboliza para bien de la sociedad. Aquellos que disienten son extraños, diferentes y, por lo tanto, no merecen ser parte.
Este tipo de formación inconsulta de partidarios llamada adoctrinamiento necesita ser sistemática. Es decir, poseer una infraestructura y recursos humanos que puedan propagarla. Para llevar adelante este designio no es casual que en la historia moderna todos los movimientos similares a quienes hoy gobiernan la Argentina hayan elegido a los sistemas educativos. No existe ninguna red que posea tantos puntos sobre la superficie de un país como la escolar. Lugares donde, además, el público suele ser cautivo.
También se requiere una amplia elaboración de las prácticas discursivas. Esto se materializa a través de cursos de capacitación, mediante su red de delegados, con la "bajada" de información a las escuelas, a través de cuadernillos y miradas sobre distintos temas que serán luego cuidadosamente replicadas frente a los niños en el aula. El caso de Santiago Maldonado, con el material de Ctera acusando a la Gendarmería Nacional de su presunta desaparición, entremezclando su situación con horas trágicas de nuestra historia, no son más que una muestra modélica.
Finalmente, también hace falta periodicidad. El flujo de adoctrinamiento debe ser continuo y constante, porque de lo que se trata no es de dar una mera opinión sobre un asunto de fondo o de coyuntura, sino de modelar el pensamiento para impedir cualquier crítica razonada.
El kirchnerismo, como espacio político, ha construido un relato muy minucioso y casi mitológico acerca de sus orígenes, del sujeto que representa y de la sociedad que pretende construir. Como todo populismo de este siglo, y muchas de las fantasías autocráticas de otras épocas, la transmisión de su discurso en forma sistemática, elaborada y periódica desde la más temprana edad garantiza los sueños de perpetuidad de una concepción histórica que se juzga la única verosímil.
La sistematicidad, mencionada como ingrediente ineluctable, es conseguida en las escuelas a través de su brazo educativo, Ctera, cuyos afiliados resultan eficaces como polea de transmisión de la doctrina. Es fundamental resaltar que esto no compromete a todos los docentes -la mayoría no está afiliada a ninguna agrupación-, pero aún los que no la comparten se sienten hostigados por esa burocracia sindical en recreos o salas de profesores.
Ctera controla, por lo menos, el ministerio nacional y el de la provincia de Buenos Aires. El 2 de mayo, las redes las cuentas institucionales publicaron, "Paulo Freire redefinió los sentidos de la pedagogía en América Latina y el mundo: la praxis educativa liberadora es la base de los procesos de transformación democrática en nuestras sociedades. A 23 años de su muerte, desde @EducacionAR le rendimos tributo y seguimos su ejemplo".
¿Qué significa esto? Freire fue un pedagogo marxista brasileño que tuvo auge en los años 60 y 70. En su propuesta, guarda para los maestros el rol de agentes dialoguistas que tienen el objetivo de recrear, a través del intercambio entre oprimidos, conciencia de clase y espíritu revolucionario. Algo propio de un mundo que ya no existe, un tiempo que propició el nacimiento de una etapa que vio mucha sangre derramada.
Comparto fragmentos del posteo que publicó Adriana Puiggrós el 22 de abril, cuando todavía ocupaba la Secretaría Educativa del Ministerio nacional: "El coronavirus infectó sociedades humanas enfermas de neoliberalismo. La destrucción ambiental llevada a cabo por el capitalismo financiero liberó el virus. El irrefrenable impulso de los dueños del capital produce una espiral que se retuerce engullendo a la sociedad".
Constituye una barbarie educar enseñando a aborrecer la sociedad donde se vive y en la cual, finalmente, quien egrese deberá relacionarse, trabajar y continuar educándose. El ministerio debe estar enfocado en crear puentes con el trabajo y la universidad. La educación no debe alimentar falsos antagonismos.
En este mismo sentido, cobra significado la campaña contra la meritocracia encarada por figuras del Ejecutivo Nacional. Con el mérito sucede algo semejante a lo que se verifica con la evaluación o los incentivos positivos para progresar en la carrera docente: son denostados como instrumentos de la empresa privada, equiparada esta categoría con el mismo demonio.
La reducción conceptual que sostiene esa falacia es tan patética como trágica: resultaría infame pedir esfuerzo o premiar la superación personal si no están todos los individuos en la misma situación de partida. De esta forma, se derrumba cualquier esperanza de reconstruir la cultura de trabajo, única garantía de modificar favorablemente la realidad y salvar las barreras de contexto. Así, el odio clasista, que engendra frustración y violencia, empieza a llamar a la puerta. Es esta la base del adoctrinamiento de cada chico.
Es peligrosísimo fomentar las miradas que tienden sólo al pasado en lugar de trabajar por una sociedad más diversa, pacífica y próspera que nos encuentre a todos. Asusta la visualización del país que proyecta un ministerio que enseña a odiar.
Pero, más allá de lo que podría creerse en una primera mirada, la principal víctima de ese odio no es el espacio político opositor. Las víctimas son los alumnos a quienes el adoctrinamiento les reduce el futuro. La verdadera educación pone alas a los chicos, ellos decidirán luego el sentido del vuelo. El adoctrinamiento los esclaviza, determina su destino. Cuán grave es o podrá ser esto dependerá de la actitud que tomemos como sociedad.
Exministro de Educación de la Nación