Que se haga justicia con Oyarbide
Por la conquista de valores supremos como la libertad y la justicia, la humanidad ha derramado demasiada sangre. Por eso, el reclamo unánime de las víctimas de la delincuencia común o de la corrupción de gobernantes autoritarios es ¡que se haga justicia!
Los encargados de proveerla son los jueces, que cuando asumen la investidura juran ante la Constitución que la van a observar y harán cumplir sus preceptos. Para que puedan ejercer en plenitud su función, la Ley Fundamental les asegura la estabilidad en el cargo y la intangibilidad de la remuneración.
Sin embargo, a pesar de esos resguardos, cuando tienen que investigar a funcionarios públicos, algunos jueces adoptan una conducta contemplativa y hasta elusiva, demorando el dictado de las sentencias. Contradicen así un principio asentado por la Corte Suprema de Justicia que afirma que el retardo en pronunciarse en una causa equivale a la negación de justicia y configura una gravísima falta. Se ha llegado al extremo de liberar a quienes fueron denunciados por enriquecimiento ilícito a pesar de las pruebas contundentes que demostraban su culpabilidad.
Un ejemplo emblemático de las inconductas señaladas es la del juez federal Norberto Oyarbide. Sobre este magistrado, entre otras, pesa una seria denuncia: luego de haber ordenado el allanamiento de una entidad financiera, lo dejó sin efecto inmediatamente después de haber recibido una llamada telefónica del subsecretario de la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia, Carlos Liuzzi. Se trata de una severa irregularidad, a cuya investigación se halla abocada la Comisión de Disciplina y Acusación del Consejo de la Magistratura Nacional, que debe expedirse sobre si corresponde hacer lugar a la formación de juicio político a Oyarbide por mal desempeño o la comisión de un delito. Es decir, el órgano competente ya ha comenzado el tratamiento del caso. Por consiguiente, la dimisión a su cargo presentada por el juez aludido es tardía. Y la aceptación de esa renuncia por parte del Poder Ejecutivo no puede obstaculizar la intervención del citado Consejo, objetivo que el juez perseguía. De esta manera se premia a un funcionario público que siempre estuvo al servicio del poder político de turno y violó, por esta vía, el principio constitucional de la independencia del Poder judicial que consagra la Ley Fundamental (art.109).
Al respecto, Joaquín V. González sostuvo: "Pudiera creerse que la renuncia de un funcionario sujeto a juicio político quita la oportunidad de la iniciación o prosecución del juicio político, pero ello equivaldría a la no existencia de aquella institución [la del juicio político], pues dependería [su efectividad] de los mismos funcionarios culpables o infieles, o del Poder Ejecutivo". Agrega González: "Tampoco puede admitirse que la aceptación de la renuncia por parte del Poder Ejecutivo importe para la Cámara [Consejo de la Magistratura] la supresión de tan preciosa prerrogativa, no atribuida a ningún otro juez o tribunal".
El Colegio Público de Abogados de la Capital Federal es una institución cuya finalidad consiste en bregar por la observancia de la Constitución y de las leyes. Sin embargo, ha optado por el silencio ante la injerencia del poder político sobre la Justicia.
El Poder Ejecutivo, al aceptar la renuncia presentada por Oyarbide, optó por la impunidad de un juez de antigua y deplorable trayectoria. Además, con esa decisión, se perturba, sin justificación, la labor de la Comisión de Disciplina y Acusación del Consejo de la Magistratura.
Queda la esperanza de que la aludida comisión asuma la responsabilidad de continuar la sustanciación del eventual juicio político contra el renunciante magistrado y, así, dar un ejemplo de que el mal desempeño por la inmoralidad de un juez no quede diluido en las tinieblas de la injusticia.
Abogado, especialista en Derecho Constitucional