Qué piensan ahora Mauricio Macri y Alberto Fernández
El Presidente intentará revertir el resultado de las PASO y el candidato kirchnerista sabe que, si gana, al comienzo no podrá ofrecer más que promesas
Mientras reza para que el valor del dólar no se dispare de nuevo, Macri debe de estar pensando en algo parecido a lo que le dijo a un amigo, a fines de 2018, antes de las Fiestas, con lágrimas en los ojos, agobiado después de haber vivido uno de los peores años de su vida: "Ahora hay millones que me putean. Pero vas a ver que con el tiempo me van a extrañar y van a valorar todo lo que hicimos por la Argentina". Quizá pensaba en Alfonsín, en Illia o en Frondizi, su presidente favorito. Ahora, como ingeniero que es, al mismo tiempo que intenta el milagro de dar vuelta el resultado electoral, acepta, en la intimidad, la mayoría de los errores cometidos, empezando por el pecado original de no decirle a la sociedad que Cristina Fernández le había entregado una bomba de tiempo con la mecha encendida.
Pero ¿cuáles y cuántos fueron los peores errores? Quizás hubo uno, por encima de todos: haber ignorado la cuestión política. Haberla subestimado. No haber intentado transformar su debilidad parlamentaria en fortaleza, cuando las victorias electorales de 2015 y 2017 lo hubieran permitido. No haber integrado a una parte del peronismo para sumarla al Gobierno. No haber aprovechado el escándalo y la vergüenza que produjo en todo el país el video que muestra a José López arrojando los famosos bolsos con 9 millones de dólares. Porque ese día ni siquiera Cristina quería asumirse como kirchnerista o peronista.
Emilio Monzó se lo dijo al jefe del Estado desde el día cero. Ernesto Sanz también. "El que gana acumula. Si no, se achica, por el desgaste de gobernar. Y tarde o temprano pierde". Ambos estaban preparados para conducir la ambulancia que recogería a los heridos del peronismo racional. Y casi sin pedir nada a cambio. Sin embargo, Macri, Marcos Peña y Jaime Durán Barba insistieron en la estrategia de potenciar el antikirchnerismo, para dividir a la oposición y llegar al ballottage en las mismas condiciones en que llegó Cambiemos en 2015.
El razonamiento, hasta antes de la derrota, no parecía descabellado. "Si empezamos a sumar a los tipos a los que denunciamos por incapaces y corruptos, nuestro núcleo duro nos va a abandonar, y ese será el principio del fin de nuestro proyecto", argumentaban. Mientras, una parte del peronismo, que estaba desintegrado y sin norte, empezó a "amigarse", de manera silenciosa, con el único objetivo de volver al poder.
Pero el Gobierno también subestimó a la militancia y la "micromilitancia" antimacrista. La oposición salvaje empezó demasiado temprano: con la negativa de Cristina a entregar los atributos del mando. Y siguió en las calles, de manera ininterrumpida, con movilizaciones, cortes, escraches y el más variado repertorio de protestas, cuyo objetivo siempre fue deslegitimar una gestión que recién empezaba. Hay dos casos emblemáticos que pasarán a la historia. Uno es la muerte de Santiago Maldonado, el artesano que se ahogó en un río de la Patagonia. El otro: la violenta protesta alrededor del Parlamento en diciembre de 2017, cuando el oficialismo intentó aprobar una tibia reforma previsional, con un desgaste enorme.
Es curioso: la Justicia ya determinó que a Maldonado no "lo desapareció" la Gendarmería ni murió por culpa de nadie. Pero "la desaparición" de Maldonado sigue siendo una bandera de una parte de la oposición extrema. Esa oposición delirante, sin una contraparte capaz de confrontarla con argumentos sencillos y verdaderos, fue aglutinando a todos los descontentos. Políticos y sociales. Es decir: desde el oficialismo no quisieron o no pudieron poner límites a las piedras simbólicas y reales que les arrojaron desde afuera casi todos los días.
Alguien, desde el Gobierno, debería haber confrontado con más energía cuando se escuchó por primera vez la consigna: "Macri/ basura/ vos sos la dictadura". Alguien debería haber comprendido que el peor negocio político para Cambiemos era no presionar lo suficiente hasta lograr que le quitaran los fueros a la expresidenta. ¿Por qué? ¿Para qué? Para dejar, como legado histórico, bien clara la idea de que ningún jefe del Estado puede usar su poder con el fin de enriquecerse y hacer multimillonarios a sus amigos. Para pasar a la historia como un gobierno que combatió al gobierno más corrupto desde 1983 hasta la fecha.
De la política económica, mejor ni hablar. El problema no era que el Presidente y su círculo íntimo se negaban a escuchar las sugerencias de Carlos Melconian, Martín Lousteau, Roberto Lavagna, Martín Redrado y otra decena de economistas que criticaron, desde el primer día, algunas de sus estrategias. El jefe del Estado las escuchaba. Pero las iba descartando. Una por una. Y el principal argumento, casi siempre, era el mismo. Los consejeros tenían demasiado ego, y el Presidente prefería, para gobernar la Argentina, menos autoestima y más trabajo en equipo.
Fue la misma explicación que se dio cuando los periodistas preguntamos cuál era la lógica de su sistema de comando, con un jefe de Gabinete demasiado poderoso, dos vicejefes que fueron los ojos y los oídos del Presidente y varios ministerios fragmentados en el área económica, que siempre terminaban chocando con la realidad, hasta que se la pusieron de sombrero con la primera devaluación de 2018, y no se recuperaron más. La endogamia política del oficialismo llegó a su paroxismo cuando, el mismo domingo de las PASO, todos seguían diciendo, a las siete de la tarde, que perdían por 3 o 4 puntos. ¿Acaso los encuestadores y los consultores les mintieron? ¿O como producto de la grieta y la endogamia decidieron escuchar solo a quienes hablaban de un virtual empate?
Alberto Fernández y Sergio Massa insisten en que ellos siempre contaron con encuestas que prenunciaban una diferencia de entre el 13 y el 15%. Fernández está viviendo un momento único. Parece cerca de ser ungido presidente, cuando hace cuatro meses ni siquiera soñaba con logros mucho más módicos. Ahora mismo revisa sus propias contradicciones, porque ya está seguro de que, si gana, en una primera etapa, no podrá ofrecer a los argentinos más que promesas de bienestar, pero verificables a mediano largo o larguísimo plazo.
Massa supone que los primeros datos positivos de la economía aparecerán en febrero, sobre la base de la confianza política que despertará la administración recién estrenada. Alberto sabe que contará al principio con una ventaja que Macri no tuvo nunca. Las diferentes facciones del peronismo no lo deslegitimarán, ni Roberto Baradel impedirá el inicio de las clases, ni habrá nadie que cante: "Fernández, basura, vos sos la dictadura". Contará con el tiempo de gracia que los personajes como Hugo Moyano se toman para empezar a cobrar las facturas por el apoyo otorgado.
¿Podrá Alberto hacerles entender que para empezar a crecer hay que reducir el déficit, plantear una reforma laboral acorde con el siglo XXI, una reforma previsional que no haga inviable el presupuesto, y una reforma impositiva que, al principio, implicará más ajuste y menos distribución? Porque el miércoles 11 de diciembre próximo, si Alberto gana, su ministro de Economía tendrá que decidir, por ejemplo, si descongelará el precio de las naftas, suspenderá la rebaja del IVA para los alimentos de la canasta básica, si continuará con el control de cambios y cómo renegociará con el FMI la deuda de 2020. Y todo bajo la atenta mirada de la vicepresidenta, ansiosa por resolver sus múltiples problemas judiciales y sin interferir. A menos que su base electoral se lo pida.