¿Qué nos pasa con la tradición republicana?
Atendamos de entrada a los fundamentos. La libertad de la persona, en procura de realizar su proyecto de vida, no se entiende sin una forma política que la contenga. Pese a desviaciones autoritarias y populistas, el único régimen valioso, adoptado por nuestra Constitución nacional, es el que conjuga república y democracia. No hay pues libertad sin república ni república sin libertad.
Estos postulados están en entredicho entre nosotros y en las democracias occidentales. Una marea de disconformidad erosiona el respaldo ético del orden republicano. ¿Qué podemos esperar cuando un presidente cuyo discurso levanta la bandera de la libertad propone un juez para integrar la Corte Suprema de Justicia que soporta, y con razón, una conducta impugnada por muchas voces? ¿Qué podemos esperar, por otra parte, si en los Estados Unidos el candidato Donald Trump es un delincuente declarado culpable por el veredicto unánime de un jurado en un tribunal de Nueva York?
Podemos esperar, en efecto, tiempos difíciles, que exigen retemplar el ánimo cívico y defender la calidad e independencia del Poder Judicial, ese baluarte en que deberían estrellarse corrupciones, apetencias hegemónicas y sórdidos arreglos para asegurar la impunidad de los poderosos.
La designación posible del juez Lijo en la Corte Suprema es por tanto una prueba decisiva que, de prosperar en el Senado, podría mostrar gravísimas deficiencias. No sería la primera vez que la libertad de los mercados, tan necesaria para contar con una economía fecunda, coincida con la corrupción de una pieza esencial en la tradición republicana.