¿Qué les pasa a los jóvenes?
Las últimas semanas dejaron expuestas ciertas prácticas que despuntaron con la relajación de las medidas preventivas del Covid-19. La necesidad de cortar con las rutinas de distanciamiento sostenidas a lo largo de 2020 fue el vector que abrió la puerta a los excesos. Y en este escenario de fin de fiesta, una vez más, ponemos el foco en ellos, los jóvenes, sin reconocer que son mera expresión de lo que sus adultos referentes construimos durante años.
Desde nuestro rol de padres, docentes, dirigentes políticos y comunitarios, sea cual fuere el lugar que cada uno ocupa en el sistema social, seguimos proyectando sobre ellos un perfil transicional que los deja a la deriva de sus deseos y expectativas. Basta contrastar la decisión de que no concurran a la escuela con la licencia otorgada para que se instalen masivamente en una plaza a celebrar, aun cuando la realidad indica que no sobran motivos para hacerlo.
Medio siglo atrás, Diana Baumrind desarrolló sus estudios sobre estilos educativos parentales. Basándose en un interjuego de variables que incluía el control, la comunicación y la implicación afectiva, describió tres tipos: autoritario, permisivo y democrático. Este último, propio de madres y padres competentes, correlaciona con una influencia positiva en la socialización de los hijos. Diversos autores retomaron esta matriz e indagaron el cruce de dos dimensiones claves: la exigencia y la responsividad. Las investigaciones sugieren que el problema se debate en la ecuación entre tales componentes en el marco del vínculo parentofilial.
Paralelamente, los noventa nos introdujeron en un paradigma de derechos de la niñez, a partir de la adopción de la convención por parte de las Naciones Unidas. Las nuevas representaciones de la infancia se tradujeron en hábitos culturales extendidos hasta nuestros días, deparando una generación bisagra lanzada a adquirir capacidades para asumir el rol parental desde una perspectiva otra. Afianzamos así un esquema centrado en la persona del niño y esto parece explicar por qué, con estándares en plena evolución, no encontramos aún un espacio definido desde donde aportar a la esencial tarea de educar.
Tenemos la urgencia de aprender a ser buenos padres y madres, de acuerdo con el sentido que el concepto adquiere hoy en el imaginario colectivo. Quizá como nunca en la historia esta cuestión se torna relevante. En tránsito hacia un equilibrio que nos permita actuar como intérpretes de época y afrontar los retos derivados de la parentalidad actual, nos situamos en el sector del aprendiz vitalicio, de quien hace elogio del error en una relación de presuntos iguales, dando muestras de la propia inmadurez.
Llegados hasta aquí, deberíamos replantear nuestra pregunta inicial y cuestionarnos qué nos pasa a nosotros, los adultos. Qué ocurre cuando los exhibimos a ellos, nuestros jóvenes, consumiendo alcohol, festejando sin distancia, ni tapabocas, ni respeto por las normas establecidas en este contexto de pandemia. Qué hipótesis arriesgamos al verlos así, desafiantes y esquivos a la hora de buscar consensos.
Está claro que ellos no quieren asemejarse a nosotros. Pero aun así se saben herederos de nuestros vicios y portadores de nuestras flaquezas. De ahí que, sin apelar a lo biográfico y haciendo un corte en este punto, se impone analizar en qué medida encarnamos modelos a seguir. Posiblemente hallemos respuestas que nos inquieten, pero vale la pena el ejercicio.ß