Que las negociaciones no entorpezcan el acceso a la salud
La Argentina se debe un debate profundo sobre los serios problemas de su sistema sanitario, que no son causados por los extranjeros
La opinión pública de distintas sociedades latinoamericanas -la nuestra inclusive- padece ciclos de xenofobia y generosidad interpaíses que dependen mucho de la evolución de la economía, próspera o restringida, y del modelo político. Los ciclos del populismo, en que con frecuencia está la economía internacional favorable (por eso gana el poder), se diferencian mucho de los de vacas un poco más flacas que obligan a restringir algo el despilfarro. Por ejemplo, en la Argentina, cuando acaece un pico de desempleo, molestan a algunos los paraguayos, bolivianos o chilenos que vienen "a hacer la changa". No molestan, por supuesto, a muchos empresarios que se aprovechan de ellos pagando menores salarios en negro. Y esta es la situación ahora, cuando, después de doce años de "tirar manteca al techo", al Estado, sobredimensionado en gasto e ineficiencia, le pesan los transeúntes vecinos que solo vienen a curarse o educarse.
¡Enhorabuena!, son las cosas que, como el proyecto de la despenalización del aborto, tiene que discutir una sociedad abierta y democrática. Como siempre, hay actitudes excesivas que buscan la notoriedad fácil, pero veamos lo razonable en materia de las prestaciones de salud. Todos están de acuerdo en que la prestación de salud es un derecho universal: está consagrado por innúmeros tratados y convenios internacionales. Pero la implementación es un poquito más difícil, porque hay que regularlo de acuerdo con los intereses de las partes, que no siempre coinciden entre sí y con el principio filosófico. ¿Debe extender el principio un sistema de salud para todos los habitantes del mundo a coterráneos de la propia nacionalidad o a integrantes de una jurisdicción, sea provincia o municipio, o a una obra social?
En los hechos, no en el discurso, aceptamos nuestra desigualdad interna como país. Basta ver el presupuesto estatal en salud de algunas provincias, por persona teóricamente cubierta, con el de la ciudad de Buenos Aires. Los porteños dirían que la CABA es un centro de referencia del país, y tienen razón: hay muchos subsidios cruzados, por ejemplo, el de hospitales estatales a las obras sociales que atienden gratis pacientes que tienen cobertura. Internamente, hubo iniciativas que pretendían cerrar la atención a los habitantes de la propia jurisdicción, por ejemplo, un municipio rico en recursos impositivos, porque la población pertenece a un nivel superior en la escala socioeconómica. Nadie conoce bien el diseño total, pero el mucho peso que tiene el gasto del bolsillo (directo de las personas) en salud hace sospechar su injusticia, porque el gasto del bolsillo es un peso que gravita principalmente sobre los más desfavorecidos.
Viene bien que el tema de la salud esté hoy en los medios, en la política y en la discusión pública, porque habitualmente no lo está, salvo en los discursos adocenados. Tenemos que discutir no solo la justicia distributiva con los países vecinos, sino la propia con nosotros mismos. Tenemos que indagar por qué gastamos alrededor del 10% del PBI en servicios de salud y tenemos la mitad de la población en sobreconsumo y la otra mitad en subconsumo de servicios necesarios; por qué hace poco más de un cuarto de siglo la tendencia a la mercantilización del mercado de la salud es inexorable (a pesar de los arrestos populistas), culminando con el ayuntamiento de las obras sociales con las prepagas, aun sabiendo que el libre mercado en educación y salud genera inequidad; por qué hay cerca de 300 obras sociales nacionales, cargadas de intermediaciones costosas, y feudos del poder sindical; por qué la atención primaria, que puede responder al 70 u 80% de las necesidades en salud con más humanidad, está desprestigiada; por qué un tercio de nuestro gasto se va en medicamentos, sin correlato en resultados sanitarios, satisfaciendo sobre todo el apetito de vender de la industria; por qué nos involucramos poco en la educación sexual y reproductiva como prevención del embarazo no planificado que termina frecuentemente en aborto clandestino riesgoso, y en prevenir las enfermedades de transmisión sexual; por qué hay tanta desigualdad de recursos en las provincias, que son en definitiva constitucionalmente las responsables de la salud estatal, si declamamos la igualdad de todos. En fin, podrían multiplicarse los porqués.
Todos estos son problemas propios del sistema de salud de los argentinos, sin ayuda agravante de los hermanos de otros países. A lo que se suma la tendencia cultural vigente, más allá de la retórica, que hace que los grupos y clases estén encapsulados (el símbolo arquetípico es el barrio cerrado), con poca atención a la esfera pública y compartida. América Latina es un continente en que, curiosamente, la pobreza descendió (no en la Argentina) y la desigualdad se incrementó. Nos enseñan los sociólogos que si bien pobreza y desigualdad son primas hermanas, influyen en la sociedad con efectos parcialmente distintos. La desigualdad estimula la exasperación pública, la violencia colectiva e individual, los proyectos de todo o nada. Es más destructiva que la pobreza.
Creo que hay dos aspectos del problema de atención de salud a los ciudadanos de países vecinos, y uno es no cuantificable. Primero, el prestigio legítimo que disfruta un país, en comparación con otro del cual vienen sus integrantes a curarse o educarse. Es cierto que actúan otros factores económicos en la elección, pero a lo largo de las décadas la medicina y la universidad argentinas (aunque las críticas internas sean profusas y muchas merecidas) han mantenido su reputación en toda América Latina.
Segundo: la angustia de las provincias limítrofes es totalmente justificada, porque en un sector público compartimentado responder a los reclamos de su población y la de los de países vecinos es muy difícil. Y es un problema de política exterior nacional. Por esa vía debe llegarse a convenios en que los países vecinos deban ayudar al presupuesto de las provincias argentinas limítrofes.
No está clara aún la permeabilidad de los países latinoamericanos respecto de esta postura, pero una ley nacional podría ayudar para enmarcar la negociación. Siempre con el entendimiento de que ni la ley ni la negociación entorpezcan por motivo alguno el acceso de los individuos, de un lado y del otro, a la atención de la salud. Desde las brumas de la historia, el viejo Hipócrates nos observa, inquieto.
Médico, exministro de Salud y Bienestar Social de la Nación