Que la política facciosa no vuelva a frustrar otra oportunidad histórica
Un fantasma que desde el Primer Centenario obnubiló la razón de los dirigentes reaparece en el horizonte: el de la euforia exitista y el desprecio por las instituciones republicanas
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Un debate agita las aguas de los economistas argentinos estos días: si el tipo de cambio está o no atrasado. Un sector lo afirma sobre la base de antecedentes históricos irrebatibles. Otros, con el Presidente a la cabeza, lo niegan con recursos argumentales de fundamentos equivalentes. No se trata aquí de incursionar en esa justa, sino de aportar algunas consideraciones históricas mirando no solo las sucesivas experiencias, sino también las especificidades culturales de la confección nacional.
Es necesario partir de dos factores que desde la segunda posguerra han tendido a retroalimentarse: el déficit fiscal y la inflación. Ambos con el telón de fondo de la escasez de divisas endémica desde la crisis de 1930, solo interrumpida por los tres años posteriores a la conflagración. Punto de partida de una confusión destinada a producir indelebles impactos culturales. No obstante, es necesario ir más atrás en el tiempo para entender esa inflexión. Más precisamente, a la breve pero correctiva administración del presidente Carlos Pellegrini tras el caos macroeconómico de 1890.
Lo suyo fue el comienzo de un ajuste tan severo como el de Milei, pero que tras cuatro años de recesión derivó en un crecimiento de vertiginosidad singular en el confín periférico del mundo de la belle époque. Tal vez, lo que Milei denomina, exageradamente, “la Argentina potencia”. Pellegrini refundó instituciones financieras y cambiarias. Pero su creación más sólida fue la Caja de Conversión, cuyo rigor disciplinario sentó las bases del “peso fuerte” ajustado al patrón oro de la libra británica.
Mirado en términos actuales, el valor de nuestra moneda durante los siguientes 40 años fue muy alto y exigente para las exportaciones. Sin embargo, es necesario contextualizar aquella coyuntura y sus pilares básicos: las tierras de la pampa húmeda, los trenes y la normalización del interrumpido flujo masivo de inmigrantes transoceánicos, mayormente del sur del Viejo Continente, comenzada en 1880. Mientras que las primeras –junto con las del centro-oeste norteamericano y las “negras” de Ucrania– eran las más feraces del mundo, los ferrocarriles unieron la región núcleo con el puerto y la inmigración aluvial fue, en los términos comparativos de ese tiempo, el mayor de los países de grandes superficies vacías.
El peso fuerte determinó una demanda de trabajo mayor que la oferta, cuyos altos salarios compensaron el costoso sistema fiscal fundado en impuestos indirectos a las importaciones pagados por los consumidores. Sueldos elevados y estabilidad macroeconómica hicieron posibles el ahorro y la promoción social a la clase media, luego de un breve introito en la precariedad de los hoteles y conventillos.
El otro desafío para los inmigrantes “golondrina” predominantemente masculinos era fundar una familia. De sortearse –de hecho, de los 6 millones que arribaron solo se quedó la mitad–, el ahorro y el crédito hipotecario permitían comprar un lote en las quintas rematadas en los perímetros de la capital y de las grandes ciudades litoraleñas. Entonces, la aventura del ascenso personal se conjugaba con la comunitaria en los barrios. El combo del país igualitario se cerraba con un bien público de quilates: la enseñanza obligatoria, laica y gratuita destinada a “argentinizar” a sus hijos y calificarlos laboralmente.
Pero las cosas se complicaron a partir de la Gran Guerra de 1914; la Depresión de los 30 y la nueva Guerra Mundial entre 1939 y 1945. Luego de esta última, la mejora asombrosa de nuestros términos de intercambio durante tres febriles años encendió la ilusión del retorno a la dinámica interrumpida en 1929; incluso menos dependiente de muchas importaciones ya sustituidas por manufacturas locales. Solo un espejismo inspirador de erráticas proyecciones que subestimaron la gravedad de la acelerada descapitalización económica y que, conjugadas con un redistribucionismo irresponsable, dispararon el flagelo tan temido por Pellegrini: el vicio inflacionario.
Estructuralmente, la economía argentina se fracturó en dos bloques que la política fracasó una y otra vez en soldar mediante una fórmula equivalente a la del viejo régimen de notables respecto de las guerras civiles posemancipatorias: el escuálido agroexportador –que siguió, no obstante, a la vanguardia de la competitividad– y el industrial concentrado en un mercado interno protegido por las sucesivas franquicias estatales. Hacia fines de los 60 –y en no poco por el inminente colapso fiscal– pareció fraguar un consenso unánime en torno de conciliar el renacido impulso agropecuario con el de una industria también extrovertida. Pero nuevamente la política facciosa obturó el acuerdo.
Sucesivos experimentos “estabilizadores” cedieron a la popularidad igualitaria de un tipo de cambio bajo. Y la enfermedad inflacionaria se terminaba devorando las exportaciones hasta paralizar toda la maquinaria económica y obligar a devaluaciones cada vez más estrambóticas. El corsi e ricorsi postrante que desde los 80 dio en denominarse ciclos stop/go. Así ocurrió durante la memorable “tablita” cambiaria del ministro Martínez de Hoz y su abrupto fin en 1981, los reajustes al primigeniamente exitoso Plan Austral hasta la hiperinflación de 1989, el déficit financiero crónico de la convertibilidad, que acabó detonando en 2001, y los superávits gemelos sin reinversión de los comienzos del presente siglo desgastados en los 10. En el ínterin, la economía se aproximó, por fin, a la sutura parcial de sus dos bloques, aunque a costa de romper a la sociedad igualitaria y dejar a la intemperie de la informalidad a una tercera parte de la población.
Pero nuestro contexto contemporáneo incuba novedades que podrían significar una nueva inflexión histórica. Básicamente, las posibilidades enormes de la producción energética de Vaca Muerta y la minería andina del litio, el cobre, la plata, el oro y las “tierras raras”. Dos nuevas “pampas húmedas” sumadas al otra vez pujante sector agroindustrial y a algunos nichos tecnológicos. La trampa del atraso cambiario podría entonces sortearse consolidando la estabilidad mediante un proceso de inversiones ya en marcha, aunque requerido de mayor celeridad.
De lograrse un crecimiento estable de entre el 3 y el 4% anual hasta fines de esta década e incrementar las exportaciones en un tercio, podría disiparse el fantasma del atraso cambiario, devolviéndonos a un cuadro con cierto parecido de familia al de nuestro punto de partida a fines del siglo XIX. Aunque para ello se deberán afrontar, como entonces, desafíos difíciles como la reducción de los costos laborales, fiscales y logísticos; la urgente revisión de un Mercosur aletargado; la actualización del postrado sistema educativo, y una redistribución demográfica desconcentradora del síndrome metropolitano en torno de la CABA y el GBA.
Otro fantasma aparece en el horizonte que desde el Primer Centenario obnubiló la razón de los dirigentes: el de la euforia exitista y el desprecio por las instituciones republicanas. Aquel que extravió la enseñanza principal de los organizadores nacionales como Pellegrini; nuestra compleja arquitectura económica y social requería no perder la atención de las torsiones de un mundo hoy frenéticamente más cambiante e incierto que el de entonces. Un desafío menos económico que cultural, cifrado en que la política facciosa no vuelva a frustrar otra oportunidad histórica.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos

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