Que la democracia se parezca a una “conversación entre iguales”
Cuando los grupos socialistas más combativos tomaron la decisión de abandonar las barricadas, para optar entonces por la vía electoral, dieron un paso decisivo en la consolidación de la democracia electoral, tal como hoy la conocemos. Como dijera Adam Przeworski, los socialistas dejaron de lado las “piedras”, para reemplazarlas por los “votos”, las boletas electorales. Los “votos” se convirtieron así en “piedras de papel”: el “medio” a través del cual iban a expresar la insatisfacción con el estado de cosas, y señalar a su vez la orientación ideológica preferida. Esa ilusión es la que desde hace décadas mantiene viva la llama democrática: poco a poco, pero regularmente, y a través del voto, vamos precisando, colectivamente, cuál es la dirección hacia donde queremos que los sucesivos gobiernos se orienten, a la vez que damos forma a los contenidos de las políticas que pretendemos que se adopten. Allí reside la “esperanza” democrática: esa es la razón que justifica que sigamos apostando por esta forma de organizar nuestra vida política.
La verdad, sin embargo, parece ser más complicada. La realidad se muestra mucho más dura y áspera, cada vez que se abre –como ahora, en nuestro país– un nuevo período electoral. La idea de que “ahora sí, a través de las elecciones que llegan, vamos a cambiar el rumbo” parece vana; y la expectativa de reordenar, de una vez por todas, la vida en común, se revela, una vez más, carente de sustento. Lo más probable es que, como siempre, todo siga como estaba (o peor que como estaba), y que los que hoy llegan no hagan nada demasiado distinto de los que ya estaban. Nuestra posibilidad de controlar a quienes alcanzan posiciones de poder parece muy reducida. Nuestra chance de precisar los contenidos de sus programas de acción parece directamente nula. En buena medida, la democracia electoral, tal como la conocemos, y en relación con lo que razonablemente esperábamos que fuera, ha fracasado. Es importante, sin embargo, que reconozcamos ese hecho, a pesar del dolor que implica ese reconocimiento, y sin el temor paralizante de pensar que la única alternativa disponible (que estaría implícita en la crítica que hacemos) es el autoritarismo que nos avergonzó y humilló en el pasado. No. Es y debe ser posible criticar a la democracia electoral, por lo poco, y no por lo mucho: por no haber hecho lo suficiente, y no por haber llegado demasiado lejos.
Ese es el punto que me interesa subrayar: tenemos que reconocer, de una vez por todas, las extraordinarias limitaciones de la democracia electoral, y empezar a pensar cómo volver a dotarla de algún sentido, del que hoy, en la práctica, carece. El problema no es sólo argentino, sino de todo el mundo occidental, aunque se agiganta en países como el nuestro, dado el volcán de desigualdades sobre el que construimos nuestra organización política y la precariedad consecuente del sistema institucional que erigimos sobre ese terreno anegado.
Ante todo: no deberíamos sorprendernos de la incapacidad del sistema de elecciones para darnos lo que pretendíamos de este. Y es que, en buena medida, esperamos de él lo que nunca estuvo en condiciones de asegurarnos. Los “votos” son, en el sentido más dramático, “piedras de papel”: mucho menos por la contundencia que encierran que por la tosquedad bruta de su contenido. Para continuar con la metáfora de Przeworski: los “votos” son “piedras”, también, en el sentido de que no son palabras, no son ideas, no son diálogos, no representan una “conversación entre iguales”. Se trata de una expresión opaca y tosca de lo que queremos decir: a través del voto no se nos permite hablar, sino, en el mejor de los casos, arrojar una “piedra” contra la pared… y que alguien interprete luego lo que hemos dicho con ese “ruido”. Basta con reflexionar sobre lo que esperamos de las elecciones para reconocer la abrumadora torpeza de nuestras expectativas (ilusiones, tal vez, intencionadamente promovidas por quienes se benefician del sistema electoral). Adviértase lo siguiente, solo para comenzar. Se pretende que nuestro solo y único voto periódico nos sirva para propósitos múltiples y a la vez en tensión entre sí: esperamos que nuestro único voto sirva para “castigar” a los representantes que actuaron mal; “premiar” a los representantes que actuaron bien; “alentar” las políticas que nos gustan; “desincentivar” las políticas que no nos gustan; “controlar” a los funcionarios elegidos; “orientar” las acciones de los que llegan al poder. Con un solo voto puesto en una urna cada dos o tres años. Peor: después de los comicios, parte de la clase dirigente, inexorablemente, va a apresurarse a acusar al electorado por el resultado de las elecciones (“qué mal eligen los argentinos”). Pero el problema ya estaba puesto desde el comienzo: no había que esperar el resultado electoral para reconocerlo. Porque ¿cómo leer el resultado de los comicios? ¿Qué respuesta inferir de estos, cuando no está en claro lo preguntado, ni las respuestas dadas en ellos?
Tomemos, por caso, las últimas elecciones nacionales (aunque cualquier ejemplo que se nos ocurra sirve por igual). Qué es lo que quisimos decir con el resultado que, colectivamente, produjimos: “¿nunca más al neoliberalismo?”; “¿la corrupción no nos importa demasiado?”; “¿sí al aborto?”; “¿no al endeudamiento?”; “¿sí al cierre de importaciones?”; “¿no al dólar libre?”. Ahí reside la falacia de la idea de que “el pueblo nunca se equivoca”: si no está claro qué se le pregunta al pueblo, luego no podemos saber si el pueblo acierta o se equivoca, una vez que “decide”. Es decir, cualquiera puede interpretar cualquier resultado como más le convenga (el kirchnerista podrá decir: “Ahí está el castigo al neoliberalismo”; el peronista podrá decir: “Ahí está el reclamo por la industria nacional”; el macrista podrá decir: “Fíjense en los millones de votos luego de cuatro años de gobierno”).
Finalmente, lograr que la democracia se parezca, cada vez más, a una “conversación entre iguales” requiere, ante todo, terminar con la ilusión de obtener del sistema electoral lo que este –nunca, y de ningún modo– estuvo en condiciones de darnos. Simplemente: si queremos que el pueblo “controle”, démosle instrumentos para que lo haga (ya que el voto es una herramienta muy tosca para lograrlo); y si queremos que el pueblo “hable”, dejémoslo ingresar en la conversación pública (en lugar de impedírselo, en los hechos, a través de consultas electorales que no pueden ser respondidas con palabras). Necesitamos abrir institucionalmente el diálogo público (¿como intentamos hacer en la Argentina durante el debate sobre el aborto?, ¿como se intentó hacer en Chile, en los comienzos del debate constitucional?), en lugar de permitir que la dirigencia infiera lo que se le ocurre, luego de cada elección, y a partir de preguntas que se niega a plantearnos de modo franco y abierto.