¿Qué hacemos con los tres amigos?
El primer sueño de la unidad americana no fue un buen presagio, pero sin dudas la determinación y el optimismo de Bolívar eran incuestionables. Dos días antes de la batalla de Ayacucho, que le asestaría un golpe mortal al proyecto absolutista de Fernando VII, Bolívar, adelantándose a un seguro triunfo, envió una convocatoria para lo que sería el Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826. El resultado no fue muy auspicioso. La Argentina, Chile y Brasil no participaron, Paraguay no fue invitado, y los delegados de Bolivia llegaron tarde. De los dos delegados enviados por Estados Unidos (invitados sin el consentimiento de Bolívar), uno murió de fiebre amarilla antes de llegar a Panamá, en Turbaco, Colombia, y el otro llegó tarde por la demora del Senado de EE.UU. en aprobar su nombramiento. Luego de unas semanas de debates, debido al acoso de la fiebre amarilla, el Congreso se trasladó de Panamá a Tacubaya, México, donde tres años después encontraría un final sin pena ni gloria.
Además de la OEA –aunque a lo largo de siete décadas ha acumulado más sombras que luces–, el proceso de la Cumbre de las Américas, iniciado en Miami en 1994, ha sido indudablemente el que tuvo mayor impacto en las políticas públicas de la región. Basta poner como ejemplo la Relatoría Especial de Libertad de Expresión, creada gracias a una virtuosa combinación entre los organismos de derechos humanos, los Estados, la CIDH y la Cumbre de las Américas.
El debate actual sobre invitar o no a Cuba, Nicaragua y Venezuela se ha caracterizado por dos posiciones extremas que no aceptan tonalidades intermedias. Por un lado, los que sostienen que la Cumbre de las Américas es un club de democracias, y una forma de sancionar a aquellos que no cumplen con esa regla es expulsarlos. Y por el otro, los que responden con la misma vehemencia que con el aislamiento no se logra nada, y que es necesario dialogar con estos tres países para poder avanzar en defensa de la democracia y los derechos humanos.
Si eliminamos del debate el asfixiante apasionamiento discursivo y el ficticio partidismo ideológico regional, ambas posturas son razonables: aislarlos ha demostrado ser inconducente para lograr cambios significativos, e invitarlos parece un premio a los que no respetan la democracia y violan los derechos humanos. ¿Invitamos a los tres amigos o no?
Es indudable que el diálogo está en el corazón de la diplomacia y es el principal mecanismo para la resolución de conflictos. Pero al mismo tiempo, el diálogo también puede ser usado como una herramienta para mantener un statu quo de autoritarismo y violaciones de los DD.HH. Venezuela sirve de ejemplo. A lo largo de dos décadas se han realizado decenas de diálogos con muy variados interlocutores y la democracia sigue ausente y las violaciones a los derechos humanos continúan. El último intento de diálogo en México continúa dilatándose debido a las maniobras del régimen de Maduro para evitar sentarse en la misma mesa con la oposición. Y mientras se dialoga, en la cárcel de Caracas “La Tumba” se continúa torturando a políticos y defensores de derechos humanos. El caso de Nicaragua es aún peor. Los potenciales representantes de la oposición para dialogar con el gobierno están presos y han sido condenados hace solo unos días a 13 años de prisión. Por último, el caso cubano es el modelo de todo lo anterior con seis décadas de perfeccionamiento.
¿En qué condiciones se podría invitar a estos tres países a dialogar en la Cumbre? Únicamente si expresaran con hechos concretos una clara voluntad de producir cambios. Por ejemplo, convocar a elecciones supervisadas por la comunidad internacional, liberar a presos políticos y permitir la presencia sin condicionamientos de los organismos intergubernamentales de DD.HH. En definitiva, nada extraordinario para la enorme mayoría de países de la región. Invitarlos sin que haya algún tipo de medida concreta sería premiarlos e incentivarlos para que continúen violando sistemáticamente los derechos humanos, como lamentablemente está ocurriendo.
Asimismo, los actuales líderes hemisféricos deberían en algunos casos recordar, y en otros estudiar, el contexto político regional en el que se crea el actual proceso de la Cumbre de las Américas. Los años 80, definidos erróneamente como la década perdida, vieron el surgimiento democrático y de respeto a los derechos humanos más significativo desde la independencia de España. El impulso de la década de los 80 derivó en un fuerte proceso de institucionalización democrática regional para garantizar que no se repitan los fracasos previos, que reiteradamente culminaron en dictaduras y violaciones sistemáticas a los derechos humanos. En 1990, la OEA creó la Unidad de Promoción de la Democracia, en 1991 aprobó la Resolución 1080 para garantizar la democracia representativa y en 2001 aprobó la Carta Democrática Interamericana, primer instrumento internacional que establece un mecanismo de defensa de la democracia en donde todos los Estados se transforman en garantes colectivos de la democracia regional. Es en ese contexto de ebullición democrática que tiene lugar la primera Cumbre de las Américas en 1994. Pretender que sus miembros sean democráticos no es un capricho circunstancial, está en la misma raíz del proceso de cumbres. Esto no implica necesariamente que sus miembros sean siempre democráticos, pero sí es necesario que tengan voluntad democrática. Condición que claramente no cumplen hoy en día Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Lamentablemente, el debate tiene una gran carga ideológica y el estado de la democracia y los derechos humanos no es el principal factor en la toma de decisiones. Mientras algunos gobiernos hoy reclaman fervorosamente la participación de Cuba, Nicaragua y Venezuela, Cristina Kirchner en 2010 reclamaba en nombre de Unasur la exclusión del gobierno ilegítimo y autoritario de Honduras de la Cumbre entre la Unión Europea, América Latina y el Caribe. Coherencia por favor.
Si bien a casi 200 años del Congreso de Panamá, el espíritu del sueño bolivariano continúa sobrevolando la integración hemisférica, lamentablemente nunca se ha traducido en un proceso de integración real que deje de lado diferencias ideológicas coyunturales, en beneficio de una verdadera unidad política y económica.
En la carta de invitación, Bolívar compara el futuro Congreso de Panamá con el Congreso de Corinto, que en el año 337 a. C. creó la Liga de Corinto, uniendo a la mayoría de las ciudades-Estado griegas para responder a la amenaza del Imperio Persa. En la última línea de la carta, Bolívar interpela a su invitado anticipándole que en los resultados del Congreso se “encontrarán el plan de las primeras alianzas, que trazará la marcha de nuestras relaciones con el Universo. ¿Qué será entonces el Istmo de Corinto comparado con el de Panamá?” Dos siglos después, podemos responderle a Bolívar que del Istmo de Corinto surgió la fuerza democrática que triunfó sobre el autoritarismo en la batalla de Salamina, y que cambió el rumbo de la humanidad. Mientras que del Istmo de Panamá, lamentablemente surgieron fuertes desencuentros que continúan dividiendo la región, retrasando nuestro progreso y cuestionando los principios y valores de la democracia y los derechos humanos.