¿Qué es lo que no estamos debatiendo?
A menos de un mes de las elecciones presidenciales que definen un cambio después de 12 años de kirchnerismo, la discusión acerca del futuro está penosamente empantanada. El tema de moda de estos días es si va a haber un debate o no entre los principales candidatos. Es decir, en un contexto de ausencia de ideas y propuestas, parecemos preocupados por el ámbito en donde éstas deberían eventualmente ser discutidas.
En la campaña de la ciudad de Buenos Aires, ECO reclamó no uno sino varios debates. El objetivo no era que uno de los candidatos emerja triunfante sino que se enriquezca la discusión, se eleve la vara y el ganador sea el ciudadano. Lamentablemente, la propuesta no tuvo respuesta.
Está claro que si nos centramos tan sólo en la forma y no en el fondo esta meta resulta imposible de alcanzar. Hace poco un diputado del Pro reconoció que en un debate de las elecciones de 2013 (en el que me tocó participar), Durán Barba le aconsejó no atacar, no defenderse si era atacado y ¡no proponer ni explicar nada! Es difícil entender cómo posturas de ese tipo pueden mejorar la situación del votante a la hora de decidir. Y peor es, lisa y llanamente, rehuir el debate.
Pero no se trata de una falencia únicamente de los candidatos. A gran parte de la sociedad parece costarle el ejercicio de la argumentación. Entonces recurre a lo más fácil, a la falacia ad hominen: si lo dice uno nuestro, debe ser correcto, si lo dice el otro, no; si lo hacen de nuestro lado, debe estar bien, si lo hacen los otros, sin dudas está mal.
Recientemente vimos esto con el debate: quienes lo rechazaban en la ciudad con el argumento de que hablaban directamente con la gente, hoy lo exigen; quienes señalan con el dedo a quien no se presta al mismo, exculpan a los propios por similar conducta. Pero no es el único ámbito en el que este incoherente comportamiento tiene lugar. En las últimas semanas también lo vimos en el abordaje del caso Niembro, y de ambos lados (como antes con Hotesur y tantos otros), aunque afortunadamente un sector significativo de la ciudadanía mantuvo una postura más imparcial para juzgar esos comportamientos. Y algo similar ocurrió antes al discutirse el uso de la publicidad oficial, el capitalismo de amigos, la falta de transparencia, la manipulación de la justicia y los resultados alcanzados por las políticas públicas en todos estos años. Esta dinámica en la que justificamos lo peor de un lado aunque sea comparable a lo que denunciamos en el otro conduce a una reducción de los estándares. El efecto "ven que todos tienen un Boudou" iguala peligrosamente hacia abajo.
Quizás parte de la explicación de este fenómeno tenga que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro. El biólogo molecular y bestseller Estanislao Bachrach explica que, al revés de lo que suele afirmar la sabiduría popular, los humanos utilizamos la totalidad de nuestro cerebro, algo que se puede verificar con las modernas técnicas de diagnóstico por imágenes. Sin embargo, aclara, lo que no podemos hacer es usar todo el cerebro al mismo tiempo. Tenemos allí un límite: somos capaces de usar un máximo de –por ejemplo- 2% en el mismo instante. Esto significa que, si de ese total, un 1.9% corresponde a la activación de un centro emocional, a la razón solamente le queda la posibilidad de trabajar con el 0.1% restante. En esos casos, no percibimos todas las alternativas a nuestra disposición. No decidimos ni elegimos realmente sino que reaccionamos. Para entender la diferencia podemos pensar en la última discusión que tuvimos en el tránsito, en medio de un partido de fútbol o, inclusive, en la pareja.
A los argentinos nos suelen tocar las elecciones ejecutivas en medio de crisis o luego de hegemonías extendidas. Y, en esta ocasión además, con antagonismos potentes que se han hecho carne en una parte significativa de la sociedad. Eso hace que la emoción negativa se encuentre muy presente y deje poco margen para la razón. Esta situación tiende a provocar una particular ceguera: nos resultan obvios e irritantes los defectos del otro pero ignoramos o perdonamos los que exhibe aquel con quien simpatizamos, aun cuando sean exactamente idénticos.
Cuando la bronca con el de enfrente nos hace perdonar las falencias propias, las posibilidades de mejorar se anulan y nos quedamos encerrados en un círculo vicioso. Las cosas que sentimos que se han degradado en nuestro país en el transcurso de las últimas décadas difícilmente puedan ser subsanadas si no elevamos la vara de manera generalizada. Para una sociedad que desde hace un tiempo va lenta pero inexorablemente descendiendo por la escalera, el desafío no consiste en evitar un tropiezo en el próximo escalón sino en frenar, dar media vuelta e iniciar nuevamente el ascenso.
A pesar de las antinomias y de las amenazas e intentos de polarización, la ciudadanía no parece ya dispuesta a entregar cheques en blanco para nadie. Es un buen comienzo. ?
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