Que el engaño no nos sea indiferente
El 19 de marzo de 2020 el presidente de la Nación dictó el decreto 297, a través del cual decidió el inicio de una cuarentena que se hizo “eterna”, y dispuso que quienes no la acataran incurrirían en los delitos previstos en los artículos 205 y 239 del Código Penal, que reprimen a quienes desobedecieren las órdenes impartidas por las autoridades para evitar la expansión de una epidemia.
A medida que transcurrían los días y la cuarentena dispuesta iba prorrogándose una y otra vez, la inquietud y el malestar de la gente iban aumentando. Por entonces los juristas discutíamos acerca de la validez o invalidez del cercenamiento de libertades a través de un decreto, así como también acerca de su “razonabilidad”, principio al cual debe ajustarse siempre una norma que restringe derechos. El debate crecía y la sociedad comenzaba a sentir los efectos de un encierro que parecía no tener fin.
Más allá de las discusiones técnico-jurídicas y de los cuestionamientos que podían hacerse a las medidas presidenciales relacionadas con la pandemia, quedaba a salvo la buena fe con la que el Presidente tomaba esas decisiones. Sin embargo, un día, cuando la cuarentena ya comenzaba a relajarse, la sociedad se enteró de que el mismo presidente de la República que había dispuesto el confinamiento, y que calificaba de “idiotas” a quienes lo violaran, avalaba y participaba en un festejo de cumpleaños de su esposa, organizado en la misma residencia presidencial y con una docena de invitados.
Se puso de manifiesto entonces, con toda claridad, que el primer mandatario había violado, hipócritamente, el confinamiento que él mismo había dispuesto, y que por lo tanto había delinquido en los términos de ese decreto, cometiendo los delitos antes mencionados.
Iniciada la querella criminal correspondiente, el Presidente encontró la posibilidad de lograr la extinción de la acción penal amparándose en la figura de la “reparación integral” o “conciliación”, acordando con el fiscal el pago de una suma de dinero, y logrando la homologación de ese acuerdo por parte del juez interviniente.
La facilidad con la que la Justicia aceptó que la máxima autoridad del país evitara cargar con su responsabilidad penal, aceptando su oferta de reparación aun cuando el delito cometido no tuviera contenido patrimonial, fue realmente asombrosa. Es cierto que el Código Penal que dispone la figura de la reparación integral como forma de extinguir la acción no impide que un funcionario público pueda ampararse en ella, así como tampoco define a qué tipo de delitos se aplica, pero el nuevo Código Procesal Penal Federal sí lo hace, y aun cuando no está vigente en su totalidad, debe constituir una orientación para los jueces y fiscales, que a la hora de evaluar la conducta delictiva en la que incurrió el Presidente no pueden soslayar la gravedad y el grado de hipocresía que conlleva la violación de un decreto que él mismo firmó de puño y letra.
Pues, independientemente de la cuestión técnica, hay algo que es indiscutible: el presidente de la Nación ha delinquido, y él mismo lo aceptó al ofrecer una reparación a no se sabe quién. Ello no obstante, una alarmante condescendencia fiscal y judicial lo hizo “zafar” de su responsabilidad penal; lo que es inexplicable es que el Congreso de la Nación también lo haga “zafar” de su indudable responsabilidad política, evitando el inicio de un juicio político, que al menos debería intentarse para evitar que se consolide la deleznable sensación de impunidad que asuela al país.
Si el Presidente, que en sede penal logró evadir su responsabilidad penal, lograra evitar también hacerse cargo de su responsabilidad política, que, parafraseando a León Gieco, al pueblo “el engaño no le sea indiferente”, y haga tronar el escarmiento electoral cuando tenga la oportunidad de votar.
Abogado constitucionalista y profesor de Derecho Constitucional UBA