Que Dios te dé el doble de lo que a mí me deseas
La bravata de insultos en la política no es nueva. Antes había que esperar a que los reprodujera algún diario, que se propalaran por radio o por televisión. Recién entonces se sucedía la respuesta, a veces educada, otras no tanto, pero siempre diferida. Había que aguardar el ejemplar del día siguiente o el próximo programa. Hoy, con las redes sociales, uno se entera de las rabietas en el exacto momento en que el rabioso aprieta enter, es decir, mientras la bronca le contrae los vasos sanguíneos, le sube la presión, le galopa la frecuencia cardíaca, le dilata las pupilas y los músculos se le tensan. Si el celular permitiera oler del otro lado –y si todas las hormonas pudieran olfatearse– la explosión de adrenalina del escritor en llamas nos asfixiaría.
¿Hay más furia hoy? ¿Insultar está de moda? Tomando prestada la definición de un colega, podría decirse que el crecimiento de los malos modales políticos tiene varias causas: “Una de ellas es que los insultos funcionan en las redes sociales y los políticos lo saben. ¡Se les calienta la boca y lo que dicen lo tienen bien estudiado! En las redes funciona el ‘y vos más’”, que no es otra cosa que redoblar la apuesta o dictaminar vendetta prescindiendo de aquella fina ironía del adagio fileteado en la Ford F100 que cada mañana pasaba por una esquina de Lanús Oeste a fines de los 70: “Que Dios te dé el doble de lo que a mí me deseas”.
“Revolucionario de juguete, gnomo comunista: circule”, le dijo la vicepresidenta Victoria Villarruel al dirigente social Juan Grabois, quien previamente le había dedicado un larguísimo mensaje en forma de decálogo donde le adjudicaba, entre otras cosas, amparar a torturadores, ser oligarca con olor a bosta, envenenadora, exorcista, posesa, retrógrada, ventajera, serruchadora y reptiliana repugnante.
Villarruel había tenido otro encontronazo virtual con Myriam Bregman, la exlegisladora de izquierda que abandonó su banca para dejársela a una compañera, algo así como una forma de loteo partidario para socializar un carguito en el Estado. Pero eso es motivo de otra nota.
¡Hay que ser zamborrotudo para caer en tantas menesundas!
Le lanzó Bregman sobre la concurrencia al acto oficial por el Día de la Bandera, en Rosario. “Menos mal que llevó muchos milicos para rellenar”. A lo que Villarruel le respondió: “Vos no tenés autoridad moral alguna para hablar de los Granaderos y el Presidente. Vos no cantás el Himno, pero sí cobrás el sueldo del Estado argentino”. Y Bregman retrucó: “Hablar de autoridad moral y apoyar golpes de Estado, asunto separado”. Al menos nos hizo acordar de que existen rima asonante y consonante.
No se nos escapa, querido lector, la habitual boquita sucia del rugiente presidente ni la de la reina hotelera cuando se filtraron audios en los que trataba a Parrilli y a Taiana con el mismo calificativo (pelotudo), decía que a Stiuso había que matarlo, se lamentaba de Gabriela Michetti llamándola “paralítica, pobre”, y calificaba de igual modo a Massa y a Stolbizer (hijos de puta).
Con lo lindo que es nuestro idioma para mostrar enojo, caen todos en la baratija. Y no decimos mala palabra porque ya sabemos lo que cuestionaba el ilustre Negro Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua, en 2004: “¿Quién define a las malas palabras?, ¿por qué son malas?, ¿les pegan a las otras palabras?”, se preguntaba antes de alertar que no había con qué darle al término “pelotudo”, cuya “consistencia física” está en la letra “t” y en la fuerza con la que se la pronuncia, o que los problemas de la revolución cubana radicaban en que pronuncian “mielda” en vez de “mierda”, haciéndole perder a ese vocablo “toda su fuerza expresiva”.
Pareciera que el mayor problema hoy es la condición menesterosa en la que estamos asentando nuestro lenguaje. Fíjese, querido lector, si Alfonso Prat-Gay, un muchacho “estudiado”, como decían en mi barrio, tenía que parafrasear aquel brulote de Javier Milei en la cena de la Fundación Libertad –”la economía va a subir como pedo de buzo”–, diciendo “hasta el momento, el buzo de la metáfora del Presidente soltó de todo menos un pedo”. ¡Con qué necesidad!
Es cierto que hay estudiosos de las redes sociales que andan con una cinta métrica virtual para decir lo que se espera, aunque lo que se termina diciendo sea casi siempre lo mismo.
Habiendo tanto mequetrefe, tanto malandrín que la va de bobalicón, hay que evitar ser zamborrotudo para caer en sus menesundas. Solo un babieca chinchudo, un papanatas, se suma a los ñiquiñaques para seguirles el juego. Hay que dejar que se cuezan en su propia salsa los tarambanas. No hay que tenerles cuiqui a estos barriobajeros y menos a los cretinos chupasangre, a los donnadies. Es mejor serenarse que pelear con los sabandijas que solo saben decir paparruchadas. Ya son muchos los pelagatos que se creen sabiondos, pero no nos sacan de piltrafas. Una lástima que se hayan perdido tantos términos que tan bien ponían al otro en su merecido lugar. Aquí fueron algunos y, si no miden, chau Pinela.
La columna de Carlos M. Reymundo Roberts volverá a publicarse el sábado próximo