¿Qué debe hacerse con los textos inéditos de los escritores muertos?
Willa Cather prohibió expresamente en su testamento que sus cartas fueran difundidas
Un día antes de morir, Truman Capote evocó, en uno de sus cuadernos, el que tal vez fuera el encuentro fortuito más importante de su vida. La versión sintetizada de la anécdota cuenta que una tarde, a sus 18 años, cuando salía de la New York Society Library, se topó con una mujer de ojos azules que ya había visto otras veces. Bajo la nieve del invierno, esta señora estaba esperando un taxi que nunca llegaría. Capote se ofreció a acompañarla a su casa caminando, y antes de llegar a destino pararon en un bar a tomar algo. El joven periodista le confesó a la amable mujer que quería ser escritor, y entonces ella le preguntó, seria, a qué autores admiraba. Capote comenzó la lista ("Flaubert. Turgeniev. Proust. Dickens. E.M. Forster. Conan Doyle. Maupassant") pero ella lo interrumpió y le dijo: "Bueno. Usted tiene un gusto variado. ¿Pero no le interesa ningún escritor norteamericano?". Y él, después de pensarlo un poco, y de descartar nombres como los de Hemingway o Fitzgerald, confesó: "Me gusta Henry James. Mark Twain. Melville. Pero amo a Willa Cather. Mi Antonia. La muerte llama al Arzobispo. ¿Ha leído alguna vez sus maravillosas nouvelles, Una dama perdida y Mi enemigo mortal ?". Ella le dio un sorbo a su té y dijo que sí. Y después de una pausa agregó: "En realidad, yo escribí esos libros". Capote sintió que se desvanecía: estaba sentado frente a Willa Cather, su escritora favorita. Y no la había reconocido, a pesar de tener una foto de ella enmarcada en su cuarto.
Capote sintió que se desvanecía: estaba sentado frente a Willa Cather, su escritora favorita
Willa Cather (1873-1947) es tan célebre en los Estados Unidos como desconocida en la Argentina. En sus cuentos y novelas describió la fatigosa e intrincada construcción del oeste estadounidense, en plena expansión hacia la costa del Pacífico (la vida de los pioneros, de los trabajadores del ferrocarril, de los administradores de esas empresas y de todo el sistema de banqueros que financiaban esas obras, con sus aventuras, fraudes y decadencia) tal vez como nadie, y su figura anticipó esa estirpe notable de escritoras americanas que atravesaron la primera mitad del siglo XX, como Flannery O'Connor o Carson McCullers. En 1977 y en la Argentina, el Centro Editor de América Latina tradujo, en una versión tosca y llena de erratas, una de sus perfectas novelas breves, precisamente la que mencionara Capote: Una dama perdida (la protagonista del libro, esposa de un acaudalado hombre de los ferrocarriles, termina sus días en...Buenos Aires). Después, durante décadas, no hubo noticias sobre Cather en castellano, hasta que a principios de la década del 2000 la editorial española Alba rescató novelas como Pioneros, Mi Antonia, los ensayos de Para mayores de cuarenta y un volumen con sus cuatro libros de cuentos.
Cather vuelve a ser noticia hoy en los Estados Unidos por la publicación de sus cartas, que ella prohibió expresamente en su testamento. Pero luego de la muerte de Charles Cather, sobrino y albacea de su obra, los documentos pasaron a manos del Willa Cather Trust, que las ofreció a Knopf para su divulgación. Así, el volumen The Selected Letters of Willa Cather (que incluye 566 cartas hasta ahora desconocidas) acaba de ser publicado, a pesar de que los propios editores admiten que se trata de una "violación de los deseos de la escritora", desatando una polémica acerca de qué hacer con la voluntad de los autores una vez muertos y qué destino darle a sus papeles.
Los propios editores admiten que se trata de una violación de los deseos de la escritora
No es la primera ni será la última vez que esta discusión se actualice. Desde el célebre encargo incumplido de Franz Kafka a Max Brod de pasar a combustión ígnea parte de su obra, una y otra vez los deseos de los autores fueron desoídos por herederos, ex esposas, agentes. La viuda de Raymond Carver, la poeta Tess Galagher, revisó todos los cajones tratando de encontrar papeles olvidados del cuentista estadounidense, pero solo recogió algunos cuentos menores que integraron el libro Si me necesitas, llámame. Rodolfo Enrique Fogwill dejó, a su muerte, dos novelas y un texto donde fue anotando sus sueños a lo largo de los años, que aparecerá en breve. Hace poco, la difusión de dos poemas inéditos de Mario Benedetti provocó la airada respuesta de un agente literario, que salió a defender lo que todos los agentes defienden: los derechos de propiedad intelectual. Lo mismo sucedió con las carpetas que a su muerte dejó el escritor chileno Roberto Bolaño: de esos biblioratos, al parecer inagotables, salieron ya un libro de cuentos y una novela, y todos aseguran que quedan unos cuantos volúmenes más por publicar.
En algunos de estos casos (Carver, Fogwill, Bolaño) no había, al parecer, instrucciones precisas de qué hacer con ese material. Pero casi todos coinciden en que esos libros (que por diversas razones los escritores no habían publicado en vida) son, probablemente, parte accesoria de una obra importante que ya había visto la luz. El caso de Cather lleva las cosas un poco más allá: se trata de una serie de papeles íntimos cuya publicación había prohibido ella misma. ¿Quién decide qué se gana o qué se pierde con estas ediciones? ¿Tienen algo que ver, acaso, con la literatura? ¿O se trata tan solo de saciar el deseo de curiosos, fanáticos, estudiosos y, por qué no (pequeñas delicias del capitalismo editorial), herederos y editores codiciosos?
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