¡Qué curioso!
Nada más simpático y a la vez desgastante que estar en la mira de un niño curioso, de aquellos que preguntan sin dar tregua hasta agotar al interlocutor de turno. Interpelan al adulto convencidos de que siempre se puede ir más allá con las respuestas. Con una catarata de porqués buscan, sobre todo, oídos que escuchen con atención. Afortunados son aquellos que encuentran receptividad a ese cosquilleo que los lleva a preguntar.
No seas curioso, qué te importa, no te metas... Son muletillas que fueron asociando a la curiosidad con un hábito molesto que uno debería poder corregir. Nada más desatinado que aquietar un espíritu curioso. Allí, en la curiosidad misma, habita el germen del conocimiento. La capacidad y sobre todo la inquietud por preguntar, son el motor que pone en marcha el deseo de saber. Como nos ocurre con el hambre, la curiosidad se siente en el interior de uno mismo como un malestar, se tolera poco y nos impulsa a procurarnos algo que calme tal necesidad. Hace falta transitar un recorrido de búsqueda para que el encuentro con una respuesta tenga alguna resonancia. Qué nos pasa hoy con la curiosidad en un mundo en que la información sobreabunda, se obtiene en forma instantánea, es accesible para todos. El atajo de Internet allanó un problema y generó otro nuevo. Como dijo Charles Chaplin hace más de cincuenta años: "Hemos mejorado la velocidad pero somos esclavos de ella". La educación de las nuevas generaciones estará fuertemente determinada por este cambio de perspectiva.
Y si las coordenadas son otras, ¿dónde situamos hoy el desafío?
Quizá es en torno a la transmisión de aquello que perdura, que hace a la continuidad y a la historia, a las raíces que nos sujetan afectivamente, en donde encontremos algún referente. Transmitimos siempre, aun sin tener conciencia de que lo estamos haciendo. Con palabras o sin ellas. Con gestos, costumbres, sabores, tradiciones que se respiran y se inscriben en las entrañas. Los lazos con nuestros orígenes y valores son necesarios para nutrir nuestra subjetividad. Y esto no está en manos de otra enciclopedia que la de la experiencia y la vida familiar. Cada generación tiene responsabilidad por aquello que transmite como legado. Es ese su modo de cuidar los lazos. "Contame más de tu abuelo –pide cada noche un hijo a su padre–, de cuando vino en el barco, de cómo sabía que en la Argentina no iba a haber guerra". Repetida y con las pequeñas variaciones a las que nos exponen los artilugios de la memoria y el olvido, las historias del pasado ayudan a construir la propia. A su vez, la interpretación de las nuevas generaciones revitaliza el legado y lo modifica. Al interpretar estamos evidenciando que hemos sido afectados por lo recibido y vamos reformulando su significación.
Curiosidad y transmisión se entraman siempre. Se provocan y se vitalizan mutuamente. Lo mismo ocurre con los protagonistas que la encarnan. Quienes se expresan a través del arte tienen el don de darlo a ver creativamente. No hace mucho, vivimos con intensidad el impacto de una muestra, Pujia x Pujia, en la que tres generaciones dieron vida a un proyecto artístico conjunto. Allí el gran talento del escultor Antonio Pujia parecía multiplicarse con la cautivante obra fotográfica de su hijo Sandro. Con honda sensibilidad y riqueza creativa ofrecían al espectador una composición conjunta de esculturas y fotografías. En aquella original fusión de arte y afectos todos parecían transformarse.
La impronta subjetiva de esas historias, narradas con retazos vivos del recuerdo, es incanjeable. La calidad de la transmisión se enriquece cuando es parte de un encuentro donde hay entrelazamiento de emociones. No resignemos esos espacios. No se sustituyen con la oferta de virtualidades que encandila y abastece hoy a los más jóvenes. Intentemos que haya sitio para ambos.
* la autora es psicoanalista