¿Puede un gran poeta ser fascista?
Cuando hace más de una década la prestigiosa Library of America publicó un volumen antológico de Ezra Pound (1885-1972), en Estados Unidos las críticas fueron lapidarias. Resultaba incomprensible, según una de ellas, que esa colección consagratoria le dedicara un tomo a un autor tan confuso y -se sugería- tan malo.
La reacción era tan extemporánea como original: Pound era tenido por uno de los motores centrales de la poesía moderna. ¿Podía ser que -tanto después- en su país no le perdonaran todavía al creador de los Cantos las virulentas emisiones radiales que comandó desde la Italia fascista contra las fuerzas estadounidenses que se preparaban a liberar Europa?
Los nacionalismos extremos, al momento de aquellas críticas, parecían una rémora del pasado y Pound un artista que había errado de manera imperdonable, pero que al menos había dejado una obra que no se parecía a nada. Hoy, en cambio, en su patria adoptiva, Italia, vuelve a ser reivindicado por la derecha más recalcitrante de la península. Que ninguno de esos ultra haya leído sus versos poco importa. El único culpable de que puedan ostentar su nombre es el propio Pound por mucho que haya renegado (de manera bastante tenue) de aquellos desvaríos, incluyendo el antisemitismo ("mi mayor error", según le dijo a Allen Ginsberg).
¿Cómo leer a Pound hoy, a la luz de aquellos comentarios y de ese uso político? La pregunta se vuelve más oportuna que nunca por la reciente edición completa de los Cantos -la edición es mexicana y se lleva 1200 páginas- en una ciclópea traducción del argentino-holandés Jan de Jager. Digámoslo pronto: Pound es un autor difícil, un poeta de poetas. La mayoría de los lectores lo conocen de manera transitiva por haber tachado y reducido a la mitad La tierra baldía, de su amigo T. S. Eliot, divisoria de aguas de la poesía moderna, o por haber respaldado, como entrepreneur de la vanguardia que era, la epopeya artística de James Joyce.
Pound se fue pronto de Estados Unidos, siguiendo sobre todo su gusto por la poesía provenzal y la vieja poesía italiana. Recaló primero en Inglaterra, donde publicó algunos cuantos libros de peso y algunas traducciones temerarias como Cathay, donde se apropió de manera memorable de la poesía china.
Ya hacia finales de los años veinte, después de un paso por Francia, se mudó al pueblo italiano de Rapallo, donde se concentró en su proyecto mayor, los Cantos. Y ahí, si se quiere, empezó otro asunto. Pound creía que la poesía del pasado podía ser la clave para dar forma a la poesía más moderna. Quería escribir una Divina Comedia contemporánea, pero no era inocente: sabía que los poetas en crisis ya no podían aspirar a ser comprendidos por todos, como en tiempos del Dante. El resultado es una paradoja: los Cantos pretenden ser "el cuento de la tribu", pero, como asegura Giorgio Agamben, solo se vuelven inteligibles por su desparpajo "frente a la catástrofe de la cultura occidental". En los poemas de Pound parece entrar de todo, desde fragmentos de viejas cartas renacentistas, símbolos chinos o menciones de las guerras mundiales, pero su "método ideogramático" -que el poema sea una tonalidad que asocia los más diversos materiales antes que un sentido claro y evidente- le valió acusaciones de elitismo y de ilegibilidad. Pound, que insistía en no aclarar con notas al pie ninguna de sus recónditas y múltiples alusiones históricas y culturales, lo veía de manera diametralmente opuesta: la función de la poesía era social y bastaba con dejarse llevar por el rumor de los versos. También lo obsesionaba la economía, como lo reflejan muchos de los poemas, entre ellos, el más conocido de todos, aquel que habla de la usura. Según Agamben, es la prueba de su agudeza para interpretar donde residía la crisis moderna y lo que lo vuelve formidablemente actual. La economía, y su horror ante el pragmatismo capitalista, sin embargo, fue el dilema que lo acercó definitivamente a la poco recomendable admiración de Mussolini.
Después de la guerra, Pound fue capturado y humillado largo tiempo en una celda a la intemperie. Más tarde lo juzgaron y recluyeron en una clínica psiquiátrica de su país natal. Cuando lo liberaron, años después, los periodistas le preguntaron por qué se volvía a Italia. Contestó que todo Estados Unidos se había vuelto un loquero. Al final parece haber concluido que los Cantos eran un fracaso y que mejor era dejar hablar al viento, pero sin dar solución a un interrogante que perdura: ¿puede un gran poeta ser fascista? La única condición sería que su obra, aunque se la discuta, no lo sea. Lamentablemente, es la clase de distinciones que nunca se molestarían en considerar los nuevos xenófobos de este siglo.