¿Puede realmente Zuckerberg “arreglar” Facebook?
Las redes sociales, el metaverso y la fantasía de contener la realidad en un laboratorio
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Fue una semana infernal para Mark Zuckerberg en términos de relaciones públicas, y el episodio no ha terminado: un consorcio de los principales medios de Estados Unidos viene publicando documentos filtrados denominados “Facebook papers” en los que develan, según Zuckerberg de manera tendenciosa, aspectos siempre opacos de la vida de la red social más popular del mundo: el funcionamiento de su algoritmo, su influencia en la salud de adolescentes, su estímulo a -o su poca propensión a evitar- la difusión de información falsa. Es curioso el debate, y profundo en ese país: es aludida la Primera Enmienda, piedra basal de la democracia, pero también la célebre Sección 230 que arbitra las responsabilidades de las empresas de comunicaciones en el entorno de Internet. A ambos lados de los argumentos se encuentran la libertad de expresión y sus límites.
En un contexto de análisis severo sobre las “big tech”, Zuckerberg afirmó días atrás que considera que “la difusión coordinada de estas filtraciones contribuyen a pintar una imagen falsa de la empresa”. Fue una carta corporativa, podría haber llevado el emoji de enojo.
Para más, el propio Zuckerberg se ocupó de dar un fuerte golpe de timón: decidió cambiar el nombre de su corporación de “Facebook” a “Meta”. La alusión obvia a ir más allá se complementa con un rasgo explícito: apropiarse de lo que para él es el futuro de las comunicaciones digitales, el metaverso. Un concepto que ya Microsoft y otras tecnológicas presentan como la oportunidad, futura, ¿inminente?, de reemplazar nuestra presencia física por otra similar en entornos digitales para un sinfín de tareas. El debate sobre su anatomía y la de los negocios, su fisonomía y el diseño que allí se proyecte, recién comienza pero Zuck está dispuesto a jugar. A lo grande.
Cuando el film The Social Network (2010) puso el ojo en la turbulenta historia de Zuckerberg y la creación de Facebook como un proyecto universitario alumbrado en los claustros de Harvard, el subtítulo promocional era elocuente: “No se puede tener 500.000 amigos sin ganarse un puñado de enemigos”. Premiada por ser una brillante adaptación del libro Billonarios accidentales, la película mostraba -¡apenas 5 años después de la puesta en línea de la red social!- al inescrupuloso y voraz dueño, a su precoz emprendimiento nacido en trasnoche para juzgar y calificar a sus compañeras de la Ivy League por su atractivo físico, y la excéntrica vida de un CEO veinteañero en Adilette.
Mapear todas las relaciones humanas y crear vínculos digitales basados en ellas (su ya célebre “social graph”) es una misión de negocios audaz y explícita a la que Zuckerberg se lanzó a fuerza de astucia, megalomanía y capacidad de fondeo. Me gusta, le dijeron reiteradas veces los inversores. y en menos de quince años, tenía dos mil quinientos millones de usuarios activos en un mes; más de un tercio de la humanidad participaba de su propuesta a la que luego sumó Instagram y WhatsApp.
En la última década, Hollywood en general y Disney en particular, de Mi villano favorito (2010) y especialmente Maléfica (2014) en adelante -y más concretamente con el rol de Thanos en el Universo Cinematográfico de Marvel-, han demostrado la pendularidad entre el Bien y Mal dentro del arco narrativo de sus ficciones. “Villanéroes” podría ser la categoría en la que no cuesta encuadrar a Zuckerberg: de joven creador del unicornio que ofrece al mundo una oportunidad de conectarse, compartir ideas y fotos, hacer amigos en línea y dar “Me gusta”, pasó a ogro manipulador de la información privada que desde las sombras amenaza la democracia americana a fuerza de estimular grietas y culturas de odio. Solo es cuestión de dejarse llevar por los hiperbólicos titulares que le dedicó la prensa especializada en sus portadas de revista en estas dos décadas hasta llegar a la última, días atrás en la que el semanario Time se preguntaba con su rostro en primerísimo plano si es tiempo de, lisa y llanamente, eliminar Facebook diez años después de haberlo consagrado Persona del Año con una foto similar. “¿Puede Facebook salvar tu vida?” se preguntaba Wired (2016) poco antes de que comenzara el infierno de relaciones públicas que significó para la empresa la filtración de su acuerdo con Cambridge Analytica durante las elecciones presidenciales que consagraron a Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Aquel episodio fue el pivot tras el que Zuckerberg se comprometió -o mejor dicho les encomendó a sus empleados- a “arreglar Facebook”. En su visión, la potente herramienta que puso en manos de las personas requería de ajustes, de correcciones para garantizar la libertad de expresión sin contribuir a disvalores. Un desfiladero ético por el que no pasan los preconceptos y tomas de posición apresuradas como las que la propia red estimula, propicia o tolera. Casi como una ironía, la cancelación de la cuenta del propio Donald Trump durante la elección de 2020 pareció ser la prueba de que Mark buscaba saldar sus cuentas. No fue suficiente. Hoy es cuestionada, a partir de las declaraciones de la exempleada Frances Haugen, por priorizar su beneficio por sobre el foco necesario para desactivar o desestimular campañas de desinformación o conspiraciones. La grieta sobre la vacunación contra el covid-19 en los Estados Unidos fue un contexto acelerador para ese cuestionamiento.
Como sea, mientras siguen los debates, Zuck fantasea con diseñar ese entorno. Ya descubrió que aquella inocente caja que pregunta “¿Qué estás pensando?” es hoy un delicado artefacto comunicacional que, en manos de miles de millones de personas, encierra severos riesgos. El elige mostrarse confiado en poder superarlos.
Las ganancias, el futuro y la visión que Zuckerberg proyecta para la empresa asoman por otro lado. Facebook parece haber logrado superar el desafío de ajustar su servicio publicitario a las exigencias recientes que le impuso Apple y sí modificó (a la baja) las expectativas de rentabilidad para los próximos dos años: promete invertir fortísimo en el desarrollo de nuevas unidades.
Pero el cambio de nombre, además de un guiño a inversores y un intento de capear los efectos de reputación negativa de Facebook, contiene un fuerte giro semántico. La unidad que concentrará los mayores esfuerzos y para la que se anunció la contratación de unas 10.000 personas se llama, curiosamente o no, Facebook Reality Labs. Su significativo nombre no hace más que potenciar el desafío de Zuckerberg a la humanidad toda: la empresa cuya arrogancia redefinió el concepto de amistad e instaló el pulgar de Me gusta ahora probará con “laboratorios de realidad”. Adaptando la estrategia en la que Google decidió crear una nueva marca paraguas que contiene todas sus iniciativas por fuera de Google, no puede ser menos: Sergey Brin y Larry Page decidieron llamar a su corporación Alphabet, en referencia al algoritmo básico en forma de código en el que los humanos hemos acordado comunicarnos.
En esos laboratorios de realidad canalizará sus inversiones y la meta, perdón, anunciada meses atrás por el propio Zuckerberg, es delinear y construir ese “metaverso”, un entorno que duplique la realidad física en un entorno digital en el que podamos realizar un montón de actividades que antes hacíamos de cuerpo presente. En el entretenimiento, en el trabajo, en las compras... y en toda nuestra vida social. Para Zuckerberg el centro de nuestra vida en ese universo paralelo debe ser el perfil personal, el avatar personal, nuestros bienes digitales, ése el centro de su visión más allá de su ambición de construir, junto a otras empresas, todo la infraestructura y el entramado que permita esa descomunal realidad digital. En la visión de aquel nerd que trabajaba a deshora buscando impactar a chicas universitarias subsiste el afán de seducción pero también el del emprendedor empeñado en demostrarle al mundo ¡entero! que su genial idea funciona.