¿Puede la Argentina tener un presidente “antisistema”?
Contra el orden establecido: llama la atención que a pesar de la acumulación de fracasos tanto en términos económicos y sociales como político-institucionales el país haya sido hasta ahora inmune a estos fenómenos
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Por su impacto, su alcance y los efectos de su gestión que aún perduran en la sociedad norteamericana, Donald Trump puede considerarse el caso paradigmático de líder que llega desde un sector ajeno a la política partidaria para alcanzar la presidencia de su país. Proveniente del establishment empresarial y con múltiples contactos con el mundo de la política, sacó provecho de la infraestructura existente: su catapulta fue el Partido Republicano, al que doblegó luego de enfrentar resistencias y donde vuelve a enfrentar desafíos. No fue original: muchos dirigentes de ese mismo espacio político antes que él habían intentado mostrar una postura de derecha populista para sintonizar con los requerimientos de un sector del electorado con inclinaciones globalifóbicas por pertenecer a segmentos socioeconómicos con bajos niveles de competitividad o ligados al mercado interno. Sin embargo, ninguno de ellos había logrado prosperar. En el caso de Trump, otros factores hicieron la diferencia: su imagen de empresario exitoso, su acaudalado presupuesto, su natural histrionismo y su discurso agresivo y polarizante, en especial en las redes sociales. Y la pésima campaña de su rival, Hillary Clinton.
Si bien es un caso muy resonante, está lejos de ser el único: los candidatos que cuestionan la lógica del sistema político existente se vuelven más frecuentes a medida que las estructuras clásicas de la política sufren crisis por su incapacidad para responder a las necesidades de la ciudadanía en un contexto de crecientes restricciones fiscales. Esto alimenta una ola de decepción y apatía de los votantes, cansados de los fracasos en la gestión, la mediocridad de sus líderes y los escándalos de corrupción. Ex post facto, una enorme mayoría de estos gobernantes profundizaron en la práctica los problemas que en teoría se proponían resolver. Nuestra región ha sido fértil para que florezcan esta clase de liderazgos personalistas y con connotaciones autocráticas. El ejemplo más evidente es Perú: desde la victoria de Alberto Fujimori, en 1990, quedó claro que era posible ganar allí una elección presidencial sin estructura ni tradición partidaria, logro que también alcanzaron Alejandro Toledo y Ollanta Humala. En julio del año pasado, el inexperto Pedro Castillo ratificó esa premisa con su aire pintoresco y su izquierdismo exótico y ramplón.
Esta epidemia de fragmentación y pérdida de popularidad de los partidos tradicionales contagió a Chile, un país que desde el punto de vista económico y social y de la calidad de su clase dirigente era considerado hasta hace muy poco ejemplo exitoso dentro y fuera de América Latina. Gabriel Boric llegó a La Moneda casi desde la sociedad civil, impulsado por su papel como dirigente estudiantil, capitalizando la decepción que las dos grandes coaliciones de centroizquierda y de centroderecha habían generado en la ciudadanía, particularmente en las nuevas y exigentes generaciones que crecieron en un entorno de estabilidad, tan envidiable desde nuestra perspectiva. La acumulación de demandas insatisfechas descerrajó la crisis de un sistema que durante tres décadas había logrado mejorar el nivel y la calidad de vida de muchísimos chilenos.
Así como Castillo y Boric irrumpieron de forma sorpresiva, otros llegan al poder luego de una dilatada experiencia política, como Jair Bolsonaro en Brasil o los finalistas del ballottage en Colombia, Gustavo Petro y Rodolfo Hernández. Algo parecido ocurrió en Francia, con Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon. Las narrativas críticas del orden establecido pueden surgir desde dentro mismo del sistema.
Llama la atención que a pesar de la acumulación de fracasos tanto en términos económicos y sociales como político-institucionales, la Argentina haya sido hasta ahora inmune a estos fenómenos. Javier Milei pretende romper este equilibrio, inquietando a todo el espectro político y generando particular interés dentro del universo millennial. ¿Hasta qué punto esta intrusión representa una amenaza real para –utilizando su propio lenguaje– “la casta”? ¿Es un fenómeno episódico, que tenderá a disiparse a medida que nos acerquemos a las elecciones del año próximo, o podrá consolidarse e integrar el sistema político que tanto critica?
La historia argentina reciente está poblada de terceras fuerzas que terminaron absorbidas y desdibujadas por pactar con las dominantes. Basta recordar el Partido Federal de Francisco Manrique, que compitió contra Raúl Alfonsín en 1983 para luego ser parte de su gabinete. Lo mismo ocurrió cuando la Ucedé se integró al menemismo, el Frepaso pactó con la UCR o Acción por la República, de Domingo Cavallo, luego de enfrentar precisamente a la Alianza, se sumó al decaído gobierno de De la Rúa (como seguramente recordará Alberto Fernández, por entonces legislador de AR en CABA). Sergio Massa se fusionó al Frente de Todos y Ricardo López Murphy encontró un renovado protagonismo en una coalición en la que su viejo partido, la UCR, tiene creciente gravitación. Más aún, integrantes del círculo íntimo de Roberto Lavagna integran este gobierno. En síntesis, el destino de las terceras fuerzas parece ser formar parte de construcciones políticas más ambiciosas luego de desempeños electorales más o menos auspiciosos.
Un obstáculo que encuentran las propuestas extrasistémicas en nuestro medio es la capacidad de las fuerzas existentes para renovarse y ofrecer propuestas innovadoras tanto en términos de ideas como de candidatos. El peronismo experimentó varias mutaciones en las últimas décadas (la transición del menemismo al kirchnerismo con puente en el duhaldismo constituye una contorsión ideológica solo comparable a la del GOP en EE.UU.: de representar los intereses de Wall Street y la modernidad a defender el proteccionismo, la expansión del gasto público y un conservadurismo social decimonónico). El avance más notable en este sentido es el de la UCR: dos décadas después del colapso de la Alianza y del papelón de Leopoldo Moreau, encara 2023 con figuras competitivas tanto a nivel nacional (Facundo Manes) como provincial (Martín Lousteau en CABA, Maximiliano Pullaro en Santa Fe, Rodrigo de Loredo en Córdoba). También sumó legisladores que adquirieron protagonismo, en parte por su experiencia mediática (Carolina Losada, Martín Tetaz), y cuenta con dirigentes que lograron sostener la vigencia del centenario partido (Gerardo Morales y Alfredo Cornejo, más la hegemonía lograda en Corrientes). Ante este risorgimento radical… ¿Cómo hará Pro para sostener su estatus original de fuerza transformadora?
Otra barrera adicional la constituyen las reglas del juego, formales y de facto, de la competencia política (financiamiento, uso de recursos estatales, fiscalización), en particular el método de votación. El debate por la boleta única es singular: la oposición promueve un sistema que podría favorecer a los partidos más chicos y a los candidatos carentes de aparato, ya que elimina la necesidad de contar con un ejército de fiscales para garantizar la transparencia mínima de las elecciones y la logística de la distribución de boletas. Por eso, el FDT se resiste a abandonar el esquema tradicional y amenaza con el veto presidencial, a pesar de que la experiencia reciente –Santa Fe y Córdoba– demostró que los riesgos son acotados.
¿Podrá Milei superar estos escollos? A pesar de sus desbordes y su intolerancia frente a los medios de comunicación, está demostrando una rápida profesionalización y un notable grado de pragmatismo: solamente así puede explicarse que alguien que denuncia a “la casta” haya acordado con el tan tradicional Partido Demócrata para que le preste su estructura a nivel nacional.