Psicología del “enojismo” político
En el barrio se dice que el que se enoja pierde, pero la política de estos últimos tiempos parece desmentir esa afirmación, al menos, en términos electorales.
Aunque el enojo siempre fue un factor que influyó en los tiempos políticos (el recuerdo más reciente es aquel “que se vayan todos”), no siempre su iconografía fue tan explícita como lo es la imagen de un Javier Milei con cara de furia y cabellera leonina, compitiendo con el rostro también adusto de la candidata de Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich, quien frunce el ceño y manifiesta con dureza que el enojo social requiere de rigurosas políticas para, sin miramientos, sanar el estado de cosas de nuestra sociedad.
En otro punto emocional y político del mapa electoral, Massa no puede enojarse ya que es él mismo protagonista del presente al dirigir las políticas económicas. En tal sentido, su propuesta, al menos desde la lectura de lo anímico, es más diluida y tajante, lo que puede jugar a su favor…o no.
Nobleza obliga: la izquierda y otros espacios de los habitualmente llamados “progresistas” siempre estuvieron enojados. De hecho, es históricamente la emoción que más podríamos identificar en esos espacios políticos desde que tengamos memoria. Ese tipo de agrupaciones respaldan la pertinencia de su emoción en la terrible situación de los oprimidos, quienes, sin embargo, por causas muy diversas no han sido muy seguidores a nivel electoral de sus propuestas.
Que el enojo haya llegado ahora a espacios que antes ofrecían otro packaging emocional menos iracundo a sus iniciativas electorales es un hecho singular y habla de una percepción casi hormonal de la cosa pública: un cóctel de testosterona con adrenalina para ganar el centro de un ring que, se piensa, otro ganará si no se actúa con bravura. No terminamos de saber si eso es bueno o malo, aunque seguramente lo podremos dilucidar una vez que pase la campaña del “enojismo” y haya que sumar otras cualidades a la gestión política. Lo que sí podemos saber hoy a ciencia cierta es que una lógica emocionalista en modo enojo acapara la escena y su injerencia en el presente se mide políticamente en términos distintos a los de antaño.
Siendo entonces que el enojo irrumpe a escena como capital electoral, digamos que se trata de una emoción que en los ámbitos de la Psicología tiene distintas maneras de ser descripta y valorada. Lo que es casi unánime en los diferentes enfoques es la idea de que “enojarse no está necesariamente mal, pero lo importante es qué se hace con ese enojo”. Se lo asocia a la violencia, aunque el enojo no es en sí mismo violento por más que sí pueda ser un disparador o facilitador de la violencia cuando no se lo gestiona con sabiduría. Como siempre pasa, lo importante es que la persona lleve la emoción y no sea llevada por ella a modo de arrebato. Es en esa segunda instancia que el enojo se transforma ya en violencia pura. Por otro lado, si bien el enojo puede tener sus justificativos, no necesariamente es la emoción más adecuada para solucionar los problemas y, de hecho, si bien se lo asocia a la fortaleza, en general habla más de inseguridad que de real fuerza cuando se transforma en único recurso ante los peligros y amenazas de la vida.
Las sociedades atemorizadas, desesperanzadas o sumidas en la inseguridad apelan al enojo (incluso en clave de furia) como manera de contrarrestar la precariedad, incerteza y violencia sentida en planos físicos, económicos, políticos, etc.. De hecho, a veces el enojo es estimulado de manera capciosa como recurso de poder y dominio social, en desmedro de otras alternativas emocionales menos beligerantes y posiblemente más eficaces.
El enojo activa la defensa y pone en estado de alerta los mecanismos de ataque contra la fuente de la amenaza. Allí es donde el discernimiento entra en juego: ¿quién o qué es fuente de amenaza? ¿La casta? ¿El rival político de turno? ¿El imperialismo? ¿El capitalismo? ¿los propios argentinos como pueblo supuestamente fallido que merecerían autoagredirse por tal causa? Las interpretaciones al respecto son distintas, pero el enojo es el mismo y flota en el aire, buscando un lugar sobre el cual posar sus garras.
Cuando los tiempos son enojados y enojosos el clima cultural que se promueve hace que todo lo que no hierva parezca de una tibieza blandengue que merece desprecio. El “enojismo” (el uso exclusivo del enojo como forma de ver el mundo) genera mecanismos de pura reacción frente a los cuales muere la política y la capacidad de vinculación comunitaria, que supone gestionar las diferencias sin pensar que, de alguna manera, la solución es la eliminación simbólica o, peor, real, del otro.
Hoy existe una erótica del enojo que, como siempre pasa, ofrece a dicho sentir (y a la expresión fiera de ese sentir) una imagen poderosa que se entroniza como horizonte deseable. La pasteurización del mensaje político y su incapacidad para mejorar la calidad de vida de la gente aparece como eunuco ante la furia brava (o bravucona) que hoy se torna apetecible ante tanta impotencia ambiente. Pero hay que tener en cuenta que no es una erótica de proyecto, sino una de retaliación y furia ante una situación de decadencia que hiere en lo más profundo a la sociedad.
Repetimos: habrá que ver si al enojo que hoy propone escenarios rotundos y de aparente simpleza (en el discurso por supuesto), se le suman virtudes para poder hacer sustentables las propuestas en términos de gestión. Esperemos que así sea. Es que promesas y descargas de indignación pueden ofrecer todos los candidatos con menor o mayor éxito, pero la madurez para salir del monocultivo “enojista” es algo que tarde o temprano deberá aparecer, para que la historia siga su curso de la mejor manera y la emoción no sea solamente espuma o impulsividad, sino, en todo caso, punto inicial para una transformación sostenida en el tiempo.