Pruebas ilegales y juicio “político”
La mayoría de la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados pretende utilizar como prueba un intercambio de mensajes obtenido a través de intervenciones ilegales y cuya veracidad no puede establecerse. Algunos han sostenido que esa ilegalidad podría purgarse mediante una orden de un juez que diera acceso a esos mensajes. Otros afirman que el supuesto carácter político del procedimiento de remoción autoriza a soslayar ciertas garantías constitucionales, ya que no se trata de un juicio penal. Ambos argumentos son inadmisibles y violatorios de las garantías constitucionales.
Si a través de un procedimiento ilegal se toma conocimiento de la existencia de una prueba, ese conocimiento no puede utilizarse para intentar obtener la prueba a través de medios legales. Este principio es la derivación lógica de las garantías constitucionales que rigen el proceso penal y que surgen del art. 18 de la Constitución nacional. Su primera aplicación fue hecha por la Suprema Corte de los Estados Unidos de América en el caso Silverthorne Lumber Co., Inc. v. United States de 1920.
En ese caso, el Estado había secuestrado ilegalmente documentación de la sede de una compañía. Al revisar la documentación obtenida en ese procedimiento irregular, encontraron evidencia que incriminaba a la compañía y a sus dueños. El allanamiento fue declarado ilegal por un tribunal, pero luego ese mismo tribunal libró una orden para que la compañía y sus titulares entregaran la documentación. Ante la negativa a cumplir con la orden judicial, la compañía fue multada y uno de los dueños fue encarcelado, en ambos casos por desacato.
El caso llegó a la Suprema Corte, la que anuló el requerimiento de entrega de la documentación y las sanciones y declaró: “La Cuarta Enmienda [que contiene garantías similares al art. 18 de la Constitución nacional] protege a una compañía y a sus empleados contra la entrega obligatoria de sus libros y documentación para su uso en un proceso criminal en su contra, cuando la información en base a la cual las órdenes fueron emitidas fue obtenida a través de un allanamiento previo ilegal”.
Es decir, que toda prueba (aun obtenida legalmente) que se derive de una prueba ilegal, también está descalificada, porque tiene su origen en una fuente ilegal. Es lo que años más tarde el juez Frankfurter denominó “the fruits of the poisonous tree” o los frutos del árbol envenenado en el caso Nardone v. United States de 1939. Allí la Suprema Corte sostuvo: “En un proceso penal en una corte federal, la prueba obtenida mediante la intercepción de comunicaciones en violación de la ley de comunicaciones de 1934 es inadmisible. Esto se aplica no solamente a las conversaciones interceptadas, sino también, por extensión, a la prueba obtenida a través del uso del conocimiento adquirido de esas conversaciones”.
Esa doctrina fue aplicada por nuestra Corte Suprema en varios casos. En los casos “Rayford”, “Ruiz”, “Francomano” y “Daray”, por ejemplo, se decidió que “si en el proceso existe un solo cauce de investigación y este estuvo viciado de ilegalidad, tal circunstancia contamina de nulidad todas las pruebas que se hubieran originado a partir de aquél”. La Corte agregó: “no es suficiente para aceptar la existencia de un curso de prueba independiente que, a través de un juicio meramente hipotético o conjetural, se pueda imaginar la existencia de otras actividades de la autoridad de prevención que hubiesen llevado al mismo resultado probatorio; es necesario que en el expediente conste en forma expresa la existencia de dicha actividad ‘independiente’ que habría llevado inevitablemente al mismo resultado”.
Esa doctrina es plenamente aplicable al caso de la intercepción ilegal de supuestas conversaciones entre un funcionario del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y uno del poder judicial. Aun dejando de lado si el contenido de esas conversaciones fue adulterado o no, no puede utilizarse el conocimiento de la existencia de esas conversaciones, ya que fue adquirido de manera ilegal. Ni siquiera una orden judicial posterior puede purgar ese “pecado original”. Dado que la existencia de esas conversaciones (asumiendo, por vía de hipótesis, que fueran verdaderas) se conoció por un medio ilegal, esa información está viciada de nulidad. Legalmente es como si no existiera. Eso incluye el pedido del registro de llamadas de los supuestos involucrados en esas conversaciones. Ese pedido se basa en información obtenida de manera ilegal; los legisladores no tendrían motivo para solicitar el registro de llamadas de los supuestos involucrados, si las conversaciones no se hubieran hecho públicas ilegalmente. Un juez al que se le requiriera que librara una orden para acceder a ese registro (incluso excluyendo el contenido de las conversaciones) debería rechazar esa solicitud. Es el costo de vivir en un Estado de Derecho bajo el imperio de la Constitución y las leyes.
El hecho de que se quiera utilizar esa prueba obtenida de forma ilegal en el procedimiento de remoción de jueces de la Corte Suprema, previsto en los arts. 53, 59 y 60 de la Constitución, no modifica esa conclusión. Erróneamente se afirma que, al tratarse de un juicio político, las reglas de exclusión de la prueba no se aplican. La Constitución nacional no utiliza jamás la expresión “juicio político”. Cuando el art. 53 hace referencia al procedimiento de remoción de algunos funcionarios, incluyendo a los jueces de la Corte Suprema, lo denomina “juicio público”. Como lo demostró con amplitud de prueba el profesor Manuel García-Mansilla, la denominación “juicio político” fue tomada de Tocqueville, pero no está en el texto constitucional y suele inducir a confusión.
Ese procedimiento de remoción es un juicio y, como tal, los acusados gozan de todas las garantías previstas en el art. 18 de la Constitución. Eso no solamente surge de lo establecido en los arts. 53, 59 y 60, sino que se ve confirmado por las expresas previsiones del art. 118. Esa norma dispone textualmente, en su parte pertinente: “Todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados se terminarán por jurados, luego que se establezca en la República esta institución”. Es decir que la propia Constitución indica que el mal llamado juicio político es asimilable a un juicio criminal. Es por esa razón que lo excluye expresamente de aquellos que están sujetos al juicio por jurados. Si ese procedimiento de remoción fuera meramente político, el art. 118 carecería de sentido. Lo propio ocurre con las previsiones del art. 59 de la Constitución: si fuera un juicio meramente político, no tendrían sentido ni el juramento especial que tienen que dar los senadores antes del comienzo del “juicio público”, ni tampoco la participación del presidente de la Corte Suprema que tiene que presidir el Senado cuando el funcionario acusado es el presidente de la Nación. Es precisamente por el hecho de que es un juicio público asimilable a uno criminal, que se incluyó en el texto constitucional esa norma expresa que lo excluye de ser terminado por jurados.
En resumen, el procedimiento de remoción al que pretende someterse a los jueces de la Corte Suprema es esencialmente de naturaleza judicial, al que le son aplicables todas las garantías del art. 18 de la Constitución nacional. El derecho a la defensa en juicio es inviolable y las pruebas están sujetas a las mismas reglas que se aplican en los juicios penales. Las pruebas obtenidas ilegalmente y todas las que se deriven directa o indirectamente de ellas son inadmisibles. La utilización de supuestas conversaciones privadas interceptadas sin autorización judicial, constituiría una grosera violación de aquellas garantías y traería aparejada la nulidad de todo el proceso.
El autor es profesor de Derecho Constitucional, Universidad de San Andrés