Proyecto Yoma: el papel del pueblo
Corría 1993. Todo el mundo sabía que el presidente Menem aspiraba a la reelección. Pero la Constitución de 1853 se lo prohibía. Para declarar la necesidad de la reforma constitucional, Menem necesitaba las dos terceras partes del Congreso. No las tenía. Este era el dilema de 1993: que Menem quería ser reelegido y nadie se imaginaba cómo lo lograría.
El justicialismo ganó las elecciones legislativas de octubre, pero seguía lejos de los dos tercios necesarios para el proyecto reeleccionista. Menem jugó entonces su gambito: amenazó al derrotado radicalismo con convocar a una consulta popular sobre la reforma constitucional.
La Constitución de 1853 no preveía ninguna de las llamadas formas semidirectas que permiten la participación directa del pueblo en las grandes decisiones políticas. Pero Raúl Alfonsín había acudido en 1984 a una consulta popular no vinculante -no podía ser “vinculante” porque habría violado la Constitución- para desbordar la resistencia del Congreso al tratado con Chile sobre el canal de Beagle. Una vez que la mayoría popular votó en favor del tratado, el Congreso lo aprobó.
Alfonsín había descubierto un método para forzarle la mano al Congreso, apelando al pronunciamiento popular. Nueve años después, Menem usó la misma arma contra Alfonsín. Si bien la consulta popular no vinculante no podía tener un efecto jurídico decisivo, ya que era imposible sustituir constitucionalmente la voluntad del Congreso, la victoria eventual de Menem en el plebiscito de 1993 prometía el mismo efecto político que había tenido la victoria de Alfonsín en el plebiscito de 1984: poner al Congreso a la defensiva, obligándolo a votar lo que no quería votar. Pero el plebiscito de 1993 nunca tuvo lugar porque Alfonsín se rindió de antemano y firmó en noviembre de ese año el Pacto de Olivos que le abrió a Menem el apoyo radical a la reforma constitucional. Ahora, tres “formas semidirectas” han sido incorporadas en la Constitución de 1994: la consulta popular no vinculante, la consulta popular vinculante y la iniciativa popular. Al proponer que el Congreso reglamente las dos primeras, el senador Jorge Yoma procura repetir el gambito Menem de 1993. Así las cosas, vuelve en 1997 el dilema de 1993: todo el mundo sabe que el presidente Menem aspira a la re-reelección, pero nadie imagina cómo podría lograrla.Cuatro años después En 1993, entre el propósito reeleccionista de Menem y la posibilidad de concretarlo se interponía la Constitución de 1853. Hoy, entre el propósito re-reeleccionista de Menem y la posibilidad de lograrlo se interpone la Constitución de 1994: esa misma Constitución que Menem promovió para sortear la Constitución de 1853.
Es que, para obtener la reelección, Menem debió aceptar que esa nueva Constitución que le abriría el paso en 1995 se lo cerrara en 1999. Alfonsín le concedía a Menem la posibilidad de una reelección inmediata, la de 1995, con la condición de que fuera la única.Y quiso asegurarse mediante una red de normas de que Menem, si lograba el período 1995-1999, tuviera que irse a su casa al dejar el mando. Alfonsín no era el único interesado en mandar a Menem a su casa en 1999, después de diez años y medio de poder. Eduardo Duhalde, entre otros, lo acompañaba.
La “red de normas” que diseñó Alfonsín para contener a Menem incluía el nuevo artículo 90 de la Constitución de 1994 en virtud del cual el presidente dura cuatro años y podrá ser reelegido por sólo un período consecutivo. Esta era la norma-base del sistema de bloqueo. Dos disposiciones transitorias la complementaban. En la décima, se le daba a Menem una “yapa”: “El mandato del presidente de la Nación que asuma su cargo el 8 de julio de 1995, se extinguirá el 10 de diciembre de 1999.
Su mandato actual, así, no es de cuatro años sino de cuatro años y cinco meses. Pero la disposición importante era la novena, que a cambio de esa modesta yapa dice: a los efectos del artículo 90, “el mandato del presidente en ejercicio al sancionarse esta reforma, deberá ser considerado como primer período”. Con otras palabras: no habrá re-reelección.La combinación del artículo 90 y la novena disposición transitoria crea una barrera constitucional equivalente a la que Menem necesitaba eludir en 1993. Con este agregado: que, para declarar la necesidad de la reforma de la Constitución, siguen haciendo falta las dos terceras partes del Congreso. Al igual que en 1993, Menem no cuenta con esos dos tercios, no sólo por las bancas de la oposición sino también por la nutrida bancada justicialista que responde a Eduardo Duhalde.El gambito YomaPero la Constitución de 1994 establece algo que la Constitución de 1853 no tenía: las formas semidirectas y, entre ellas, la consulta popular. Cuando Menem amenazó con una consulta popular no vinculante en 1993, venía de probar que conservaba una mayoría en las urnas. Hoy, con sus índices de popularidad en baja, ya no sabe si la tiene. Tendría que reivindicarla en octubre de este año, en las nuevas elecciones legislativas. Cuando el senador Yoma propone reglamentar la consulta popular mediante una ley del Congreso que no necesita los fatídicos dos tercios sino una simple mayoría, lo que hace es apostar a una victoria eventual en esas elecciones. Si ella no ocurriere, el proyecto re-reelecionista se guardaría en un cajón. Pero si ella ocurriera, Menem estaría aún mejor que hace cuatro años, ya que podría apelar a una consulta popular aceptada por la Constitución y reglamentada previamente por el Congreso, gracias al precavido Yoma.
La esperanza de Menem es que, merced a la recuperación económica que vislumbra, el justicialismo gane de aquí a ocho meses. Si lo hace con la oposición vencida, ya no le quedaría sino la resistencia de Eduardo Duhalde.
El proyecto de Yoma por reglamentar la consulta popular plantea un tema más profundo que los avatares de la ambición política. ¿Cuál es el papel del pueblo en la democracia? Con las formas semidirectas de la Constitución de 1994, ¿se lo convertirá en el único árbitro del sistema? Si, consultado, el pueblo dice que sí, ¿cesan las atribuciones de sus representantes?
La democracia es el gobierno del pueblo. Nadie, ni siquiera sus representantes, puede contra él. Pero aquí surge un problema de filosofía política.
¿Qué entendemos por pueblo? Si llamamos pueblo a la unanimidad del pueblo, no hay duda de que su soberanía es absoluta. La unanimidad no existe, empero, sino cuando un pueblo lucha por su integridad, su libertad, su independencia. Normalmente, lo que hay es una mayoría y una minoría. Entonces deja de ser democráticamente aceptable que la mayoría del pueblo pueda arrogarse el derecho absoluto del pueblo. La minoría también forma parte del pueblo. El empeño de las constituciones democráticas es, precisamente, que la mayoría no pisotee a la minoría. Darle a un ciudadano la presidencia vitalicia mediante sucesivos plebiscitos mayoritarios, ¿sería una auténtica democracia o una dictadura disfrazada de tal?Lo que observamos en la arena política no, es sin embargo, esta discusión filosófica. Cuando tuvo mayoría, Alfonsín impuso el tratado del Beagle. Cuando tuvo mayoría, Menem impuso una nueva Constitución para ser reelegido. Hoy volvería a hacerlo. Allí donde la oposición supone tener mayoría, ya sea en los hielos continentales, la flexibilización laboral o las tarifas telefónicas, también pide plebiscitos. Muchos usan, cuando les conviene, la discutible identificación entre “pueblo” y “mayoría del pueblo”.
Pocos, muy pocos, la piensan.