Prospectivistas: la sutil diferencia entre Newton y los mercaderes de miedo
Desde el año 66 de nuestra era, los historiadores registraron 127 profecías de relativa importancia vaticinando un fin del mundo inminente. Esos anuncios desencadenaron olas de pánico: columnas de penitentes y flagelantes peregrinaban hacia los santuarios más populares para implorar el aplazamiento de la sentencia divina “in die illa tremenda quando caeli movendi sunt et terra” (ese día tremendo cuando se estremezcan los cielos y la tierra). Ninguna de esas predicciones resultó correcta y los hombres de ciencia terminaron por forjar la convicción de que anunciar la extinción del universo era un ejercicio de fundamentalistas exaltados, mercantilistas de la fe o supercherías de científicos de pacotilla. Esas certezas, sin embargo, parecieron temblar cuando se supo que, basándose en una interpretación protestante de dos textos bíblicos, el físico inglés Isaac Newton predijo hace más de 300 años que el fin del mundo y la segunda venida de Cristo ocurrirían en 2060.
En esta época materialista, empeñada en considerar que ciencia y religión son incompatibles, resulta difícil imaginar que ese paradigma de racionalidad –que entre los siglos XVII y XVIII revolucionó la física, las matemáticas y la astronomía y, en particular, definió la ley de gravitación universal y las tres leyes del movimiento que se conocen con su nombre– haya consagrado más de 50 años a explorar los misterios de la Biblia para buscar los enigmas divinos de la creación hasta predecir la fecha del final de los tiempos.
Esos aspectos desconocidos surgen de los 7500 documentos teológicos escritos por Newton y atesorados desde 1969 en los anaqueles de la Universidad Nacional de Israel. “Contrariamente a la creencia popular, la mayoría de los trabajos de Newton no estaban consagrados a la ciencia, sino a la teología, el misticismo y la alquimia”, asegura Milka Levy-Rubin, comisaria de la colección de ciencias humanas de la universidad israelí. La segunda sorpresa fue la conmoción que causó la reciente revelación de esa profecía en los cenáculos de analistas, pronosticadores, futurólogos y otros arúspices contemporáneos que habían transformado el análisis científico en una industria capaz de saciar la ansiedad de dirigentes políticos y actores económicos consumidos por la angustia del futuro, pero no siempre abierta a interpretar las evidencias.
Gracias a una sabia mezcla de vanagloria en los aciertos y olvidos de los errores, esos nuevos pitonisos –género aceptado por la RAE– sedujeron a las altas esferas políticas y económicas. Allan Lichtman, profesor de Historia en la American University de Washington, alcanzó un estatus de rey del pronóstico después de haber acertado el nombre de los últimos 13 presidentes de Estados Unidos, gracias a un modelo predictivo basado en 13 criterios. Otra de esas estrellas es el canadiense Philip Tetlock, profesor de Psicología y Ciencias Políticas en la Universidad de Pensilvania. Tras reunir 32.000 predicciones formuladas en 20 años por expertos en diversas disciplinas, llegó a la conclusión de que los anticipos de los especialistas ofrecen el mismo porcentaje de acierto y error que tirar una moneda al aire. Desde hace 15 años, Tetlock dirige un equipo de super forecasters (superpronosticadores) que trabaja para el Iarpa, una oficina del Pentágono especializada en identificar proyectos de alta tecnología que puedan interesar a la CIA y los organismos de seguridad nacional.
En materia geopolítica, esa actividad estuvo monopolizada por un puñado de think tanks, como la Heritage Foundation o la Rand Corporation, que ejercieron una influencia crucial en la definición de la estrategia, la política exterior o la “diplomacia económica” de Estados Unidos en los últimos 70 años. El futurólogo Herman Kahn, director del departamento de previsiones de Rand, adquirió una reputación planetaria en los años 60 por la audacia de sus pronósticos económicos y la influencia que ejerció en la estrategia norteamericana durante la Guerra de Vietnam.
“Los think tanks constituyen una de las innovaciones políticas más significativas de la segunda mitad del siglo”, según la fórmula de Madsen Pirie, director del Adam Smith Institute de Londres. Esa definición puede parecer audaz, pero encierra una gran parte de verdad. Esas instituciones representan, prácticamente, la versión moderna de lo que antes se denominaba “eminencias grises” de un gobierno. Actualmente, existen entre 150 y 200 think tanks en Estados Unidos y un buen centenar en cada país de Europa, Asia y América. A diferencia de los lobbies –grupos de presión que en general operan al servicio de intereses económicos o políticos–, los think tanks actúan por motivos ideológicos. Pero “no hay que ser ingenuo: la ideología no es otra cosa que la justificación filosófica de una ambición económica”, previene Mats Johansson, que durante años dirigió el Timbro, el think tank más acreditado de Suecia.
Ese aparente distanciamiento del pecunio no alcanza para asegurar el prestigio de un think tank: su reputación depende, en gran medida, de su nivel académico, de su originalidad para proponer ideas novedosas, de su capacidad para hacer circular sus ideas a través de las redes sociales, las correas de transmisión de las instituciones y, sobre todo, de su habilidad para hacerlas adoptar. La clave del éxito reposa fundamentalmente, entonces, en la originalidad de la reflexión.
La aceleración que registró el mundo en los últimos 30 años, debido a la financiarización de la economía y el impacto de las nuevas tecnologías, acordó un lugar de privilegio a las direcciones de riesgo de los bancos globales y a las grandes consultoras internacionales, en particular las que operan en la penumbra detrás de los gobiernos y de los organismos oficiales claves de cada país. En ese grupo de mastodontes, solo pueden conservar su independencia economistas de enorme prestigio, como Nouriel Roubini, uno de los pocos que anticiparon la crisis de 2008, o el gurú supremo de la geopolítica, Henry Kissinger, exsecretario de Richard Nixon. A los 100 años (los cumple mañana), es el teórico más respetado en relaciones internacionales y el consultor geopolítico de mayor prestigio y más caro del planeta. Su empresa, Kissinger Associates, está dirigida por un staff de 30 exgrandes dirigentes mundiales que desde las oficinas en el suntuoso edificio de 350 Park Avenue tutelan a centenares de especialistas encargados de atender la cartera de empresas y Estados más prestigiosa del mundo. Salvo excepciones, Kissinger solo trabaja por contrato y ninguno de sus clientes paga menos de 25 millones de dólares anuales.
El descubrimiento sobre las profecías de Newton, para quien la Biblia y el esoterismo podían ser ocasionalmente más eficaces que las ciencias duras para vislumbrar el futuro, pusieron en duda las certezas de esos futurólogos actuales, sorprendidos por la guerra en Ucrania.
A través de los siglos, la naturaleza humana siempre rehusó reconocer los nubarrones negros que se acumulaban sobre su cabeza y prefirió depositar todas sus esperanzas en la solución mágica de los problemas. Esas certezas le impedían aceptar todo tipo de ejercicios preventivos. No siempre es fácil distinguir la línea de separación entre ambos conceptos. El geopolitólogo francés Bruno Tertrais explica esa diferencia sutil cuando dice que “el prospectivista no es un mercader de miedo: el primero tiene un método y el segundo una opinión”. Hubiera sido interesante conocer la posición de Newton al respecto.
Especialista en inteligencia económica y periodista