Prisioneros de una actualidad envolvente
LAUSANNE, Suiza.- Ingerimos cotidianamente una avalancha de información. Se dice de todo y lo contrario respecto de barbijos, confinamiento, desconfinamiento y sus diferentes modalidades. Lo mismo sobre los medicamentos a utilizar como tratamiento contra el virus, lo que supone querellas científicas expuestas ante el público en general. Estamos al tanto de todo tipo de discursos sobre cómo "sacarle partido" a esta crisis para no sacrificar nuestro bienestar mientras esperamos que pase la tormenta. Nos hacemos eco del debate sobre el después de la pandemia, en el que una parte de la biblioteca insiste en que saldremos mejores y la otra mitad asegura lo contrario. Para no mencionar las mil teorías conspirativas que embarran la cancha hasta el infinito. En suma, estamos abarrotados de información.
Junto con la pandemia viral sufrimos una pandemia informacional. Nos encontramos, como nunca antes, sometidos a una inconmensurable cantidad de datos. Los medios no descansan relevando cifras, opiniones de expertos y políticos, estadísticas de todos los colores. El ciudadano no puede hacer gran cosa con todo eso, que satura la existencia concreta, a veces hasta bloquearla. Así, casi sin darnos cuenta, se cae en depresión. El síndrome de exceso de información es una patología específica, un tipo de depresión.
Permanecemos prisioneros de una actualidad cada vez más envolvente que funciona como un potente narcótico. La ola de información se inserta en nosotros sin encontrar ningún tipo de resistencia de nuestra parte. ¿Hemos perdido nuestra capacidad de defensa? La información entra, se instala y circula. El sistema mismo de producción y consumo de datos necesita de una gran fluidez en la circulación para optimizar su funcionamiento. Cuanto más fluida es la circulación, más se puede dar rienda suelta a la producción y al consumo. Se trata pues de una espiral acumulativa en donde no hay sitio para resistencia alguna. Todo indica que nos encontramos indefensos frente a este shock de datos.
Aunque resulte paradójico, este embotamiento inmaterial del individuo colabora con la circulación del sistema. Cuando permitimos que la información siga insertándose y fluya, nos volvemos transparentes porque ya no conseguimos filtrar, estimar o interpretar. Si pensar supone recoger algo en el camino, ahogados en la actualidad nos es vedada la posibilidad de pensar.
El joven Nietzsche proponía pensar, en la "Segunda consideración inactual" (el título no deja de ser significativo), los perjuicios de este amontonamiento de exceso de información: sin olvido, decía, no hay acción. Argumentaba que para crear, para tomar cualquier tipo de decisión, es necesario estimar lo que se presenta bajo la perspectiva de un horizonte dado y configurar una tendencia, comprometiendo un sentido, una palabra, una forma determinada. Existir fuera del agujero negro de la depresión supone ser injustos con todo aquello que debemos descartar o simplemente no tomar en cuenta. Existir implica necesariamente negar, omitir, estimar. Se trata pues de asumir con lucidez esta dimensión de negatividad propia del pensar, dimensión ausente en la transparencia producida por el exceso de información.
Deberíamos considerar que esta fascinación por lo actual que nos arrebata la perspectiva del porvenir hunde sus raíces en la más honda de las tradiciones de Occidente. Efectivamente, aunque con algunas contadas excepciones, desde los primeros pasos del pensar occidental no hemos dejado de privilegiar el presente. Citemos aquí dos eventos cruciales. Primero, a través de la noción de presencia; después, a través de la noción del tiempo. Platón, maravillado por la presencia, concibe por primera vez en la historia la naturaleza como lo que se presenta, lo que yace aquí delante por sí mismo. Así, empieza a rodar el pensamiento teórico que intenta fundamentar lo percibido por medio de principios. Se abandona de esta manera el que hasta entonces era el pensamiento griego de la physis (naturaleza), la eclosión, en el que toda una dimensión de la naturaleza permanecía retraída, fuera de nuestro alcance. En segundo lugar, unos años más tarde, Aristóteles interpreta por primera vez en la historia el tiempo como sucesión de instantes o de ahoras. Concibe el pasado como un ahora sido, el presente como ahora, y el futuro como un ahora por venir. Obnubilados por la presencia, nos varamos en el presente. Hasta lo absoluto fue concebido como ser supremo, omnipresente y eterna presencia. Se impuso entonces la línea de la sucesión temporal que sacrifica la temporalidad propia de la existencia, convergencia abierta de pasado, presente y porvenir.
Se requiere de un horizonte para poder comprometernos, antes que nada, con el difícil oficio que es el existir. El horizonte es justamente lo que no puede vislumbrarse cuando, transparentes, caemos en la depresión, o cuando nos volvemos medios inertes del flujo comunicacional. ¿Podremos no dejar de considerar el porvenir que somos? Porvenir significa la venida e indica el movimiento de lo que viene; dejar venir, en vez de prever resultados desde lo actual.
Escuchemos a Borges: "Qué importa el tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde".