Premisas en las que se juega una amenaza al porvenir
Huérfana del ideario igualitario que le dio origen, la izquierda se volvió hacia el imperio de la subjetividad
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Una de las citas literarias más frecuentadas es la ya célebre pregunta que se hace Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral, publicada en 1969: “¿Cuándo se jodió el Perú?” Desde entonces, este interrogante se repitió en épocas y latitudes diversas de nuestro convulsionado mundo. Una de las respuestas más contundentes fue el giro histórico que simbolizó la caída del muro de Berlín, con el que se desmoronó el socialismo real y la creencia en una utopía emancipadora de las desigualdades sociales, acompañados por el abandono de la política como instrumento transformador.
La izquierda desistió de la dialéctica materialista entre infraestructura y superestructura y, huérfana del ideario igualitario que le dio origen, se volvió hacia el imperio de la subjetividad proclamado en el mayo francés del 68. En el mismo gesto, curiosamente, el espacio privado fue desplazado por el espacio público: en la sociedad del espectáculo preanunciada por Guy Debord en 1967 y confirmada por el formato Gran Hermano, el yo se exhibe desvergonzadamente ante la mirada global. Tanto es así que YouTube se lanza en 2006, y en la edición del mismo año, la revista estadounidense Time publica un espejo en su portada con la leyenda: “El personaje eres tú”. Celular en mano, las fotos impresas abandonan el álbum familiar, reemplazado por la nube y su miríada de selfies transmitidas por las redes.
En el recientemente publicado El gran apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual, el filósofo español Manuel Cruz observa que, con la irrupción de la subjetividad como criterio último de nuestros juicios, el instrumento epistemológico de la explicación –una serie de argumentos racionales que conecta causas y efectos, acciones y sus motivaciones– es sustituido por el recurso retórico de la narración, en la que los hechos se reducen a la evocación de los mismos apelando a los sentimientos. El setentista “La imaginación al poder” anticipa el abandono del criterio de verdad y su reemplazo por el menos exigente de verosimilitud, el cual apenas requiere que algo parezca verdadero. Confrontado a las creencias con que se formó, el ciudadano de a pie vive una crisis de confianza, una sospecha liquidada en un “que se vayan todos”. A modo de respuesta, como señala Manuel Cruz –filósofo y ex senador por Cataluña–, remedando a Debord, “el desarrollo tecnológico de los medios de comunicación y de las redes terminó de propiciar que nuestra sociedad se convirtiera en la sociedad del espectáculo: los profesionales de la política son algo así como el departamento de producción de contenidos, que suministran la materia prima a los profesionales de los medios”.
La degradación de las políticas pseudoprogresistas da letra a las consignas de la izquierda: “Salvemos el planeta”; “Pfizer pidió los glaciares”; “quieren el litio”, etc. Y acompaña la aparición de nuevas reivindicaciones culturales (el ecologismo radical, el veganismo excluyente, los derechos Lgtbiq, el lenguaje inclusivo). O bien destina fondos injustificables al traslado de Sandra, la orangutana devenida celebrity en 2014 por ser la primera “persona no humana” reconocida por la justicia argentina, y llevada en tres etapas del Ecoparque porteño al Center for Great Apes, de Florida, Estados Unidos. Estas consignas y acciones bien pueden servir en países donde la mayoría de las necesidades están satisfechas. Pero son inaplicables en una región como Latinoamérica, hundida en la pobreza, la violencia y la marginalidad. Y en un país como la Argentina, donde los niños mueren atravesados por las balas. Niños que ni siquiera comen proteínas y ni sospechan del veganismo de las clases urbanas acomodadas.
Sin embargo, pese a la persistencia insidiosa de este mal de que los chicos sean pobres y se mueran, la arena política fue secuestrada por las guerras culturales donde se impone lo políticamente correcto y marcan la agenda. Lo que se juega en las nuevas luchas emancipadoras ya no son los valores de supervivencia (la seguridad, el bienestar económico y la consecuente búsqueda de la redistribución de la renta y la riqueza) sino los valores posmaterialistas o de expresión (el medio ambiente, el derecho a la libertad de autoconstruirse, etc.).Señalemos siquiera dos slogans de los cuales, en calidad de tales, nadie parece preguntarse por su sentido: uno es el concepto de “autopercepción” y el otro es el del vapuleado “la mató por ser mujer”.
Vayamos al primero: yo soy lo que me percibo. Esta cuestión se enlaza con las llamadas “políticas de la identidad”, basadas en la premisa de Judith Butler según la cual no es posible distinguir entre sexo y género. Y creer que el sexo es biológico mientras que el género es un constructo social nos encierra en la lógica del binarismo varón-mujer. Y va más allá cuando afirma que la identidad es una construcción “performativa” (sic), un fenómeno producido y reproducido a través de normas establecidas y controladas por poderes institucionales y prácticas informales (los nombres, los juguetes o la vestimenta de nena o varón) para mantenernos en el rol asignado al nacer. Dado que su validez es subjetiva, no hay espacio de discusión racional posible. Y cuando la norma se funda exclusivamente en la autopercepción, conduce a disparates tales como el del varón salteño que, ansioso por jubilarse a los 62 años, se autopercibió mujer. ¡Y se jubiló, nomás, en el marco de la ley!
Si yo soy lo que me percibo, el Estado debe responder a mis deseos mediante leyes. Un claro ejemplo es el marco legal que pretende dar respuesta al emergente trans: desde el cupo laboral “no inferior al 1%” para las personas travestis, transexuales y transgénero en los tres poderes del Estado nacional” hasta la protección especial contra el desempleo y las prestaciones sanitarias que incluyen la asistencia para el tratamiento hormonal, terapia de voz, cirugías genitales, mamoplastias, mastectomías y material protésico.
Podemos pensar que la ampliación de derechos representa un horizonte deseable. Sin embargo, hay otros factores inescindibles de toda política pública. En primer lugar, las luchas identitarias ampliaron derechos en desmedro de una inmensa mayoría, estadísticamente probada en el censo de 2022 cuyos guarismos arrojaron que apenas el 0,02% de la población argentina es no binaria. En segundo lugar, la discriminación positiva de la normativa hacia esta minoría terminó traicionando el valor de la equidad. Porque, aun cuando se escude tras un principio de igualdad de oportunidades, lo cierto es que no se puede apelar a una seguridad social noruega cuando los aportes de toda una vida de los jubilados no alcanzan para satisfacer sus necesidades más básicas.
La normativa fue precedida y es acompañada de una infinidad de trabajos presuntamente científicos pues, tal como condensa el crítico cultural británico Mark Fisher, “la conversión del sufrimiento de grupos particulares (cuanto más marginal, mejor) en capital académico”, se traduce en capital electoral (fallido, porque el 50 % de los votantes tienen menos de 40 años y muchos fueron cooptados por la novedad del anarcocapitalismo). Vayamos al otro slogan: “La mató por ser mujer”. Detengámonos a pensar: ¿por qué se mata a una mujer? Se mata por motivos concretos y en determinadas circunstancias: así lo contempla el derecho penal que juzga caso por caso. Sin embargo, estos actos son subsumidos en una lógica esencialista de clase (“por ser mujer”). En otras palabras: el feminismo “esencializa” la condición de mujer que, en el mismo plexo normativo, se relativiza (porque depende de la autopercepción y es variable, tal como se admite con la invención del género “fluido”).
Todas estas no son sino provocaciones, y cada una de ellas sube esta apuesta que nos obtura el pensamiento. Sometidos a esta carrera de colonización cultural, en respeto a lo políticamente correcto nos callamos. Sin indagar racionalmente el sentido último de cada premisa, mientras en ellas se juegan el presente y, lo que no es poco, el porvenir.
Doctora en Filosofía (UBA) y ensayista. Presidente de Usina de Justicia