Preguntas fundamentales para una Argentina absorta
Urge la ansiedad por desentrañar el futuro impredecible en su carga de extrema gravedad quienquiera que gane las elecciones; ¿dónde están los programas de gobierno?
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Si a esta altura una discreta compasión por los argentinos propusiera evitar comentarios políticos superfluos, lo natural sería atenernos a unas pocas preguntas fundamentales.
Auditores del pasado, como el historiador norteamericano Robert Darnton, se han planteado cuál era la pregunta más importante para hacer sobre el siglo XVIII. Sin vacilar contestaron que era indagar sobre las causas de la Revolución Francesa.
En paralelo con esa metodología inquisidora, cabría anotar, más modestamente, qué preguntas deberían acuciar nuestro pensamiento sobre un período bastante más estrecho que el de un siglo. El que se ha desplazado por apenas dos meses, entre el 13 de agosto y el 22 de octubre, y sus derivaciones inmediatas sobre esta Argentina absorta. Intentemos la tarea.
A vos que votaste por Juntos por el Cambio, para empezar. Después de todo lo que has visto en veinte años a merced de un kirchnerismo que accedió milagrosamente al poder en 2003, algo ha de conmoverte la posibilidad de que una avalancha de deserciones, votos en blanco e impugnados, deje al candidato de Unión por la Patria con 60 por ciento, o más, de los votos afirmativos y válidos que se emitan. ¿O no? Seguramente, implorarás que nadie venga a decirte, como en el tango de Donoso que cantaba Gardel, “Veinte años no es nada”, ¿verdad?
Pregúntate qué haría con el poder un nuevo gobierno peronista. Figúrate si lo habilitara a declararse plebiscitado una avalancha de votos mayor que la del 54 por ciento de Cristina Kirchner en los comicios de 2011. Imagínate al ganador sintiéndose con más ínfulas que hoy para mandonear a su antojo en el país. Piensa en lo que hicieron con solo el 22 por ciento de los votos obtenidos en 2003 y en lo que podrían hacer con el 60 por ciento. Una hipótesis, bastante impiadosa, sería dejarnos con tasas más altas de pobreza, como si con la mitad del país ya no alcanzara, entregar sin asomo de pausas a los vecinos de las grandes urbes y de sus radios de influencia a la voracidad y violencia de una juventud descerebrada por las drogas, consolidar la compra de millones de conciencias con el asistencialismo social exacerbado por la fragilidad de tantas gentes inánimes para satisfacer por sí mismas las necesidades mínimas de la vida.
Son preguntas con la fragilidad de la duda, por cierto, pero son algunas de las que devuelve el espejo de millones de personas aparentemente adormecidas con falsas ilusiones, despojadas del sentido de la dignidad humana que fortalecían la buena educación pública, la aspiración que inculcaban el Estado y la cultura nacional dominante por el estudio y el ascenso social, o la entonación conferida al alma colectiva de la Nación por la templanza del esfuerzo.
Qué quedará, seguirás preguntando, de las virtudes del mérito, inauditamente desacreditadas por supersticiones de diversa procedencia, pero que aun así termina abriéndose paso, con la fuerza de una norma de las ciencias naturales, en cualquier liga vecinal de fútbol, o de otros deportes, donde deban resolverse competencias deportivas. Hacer las cosas mejor que otros tiene algo del tónico espiritual que insufla el grito de gol o ganar una carrera de 100 metros llanos. ¿Nada graban en la piel sensible del ciudadano los versos de Discépolo?: “…es lo mismo ser derecho que traidor/ ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador...”. ¿Todo es igual? ¿Nada es mejor?
A vos, sí, que votaste de otra forma que los magullados cambiemitas. Que votaste por el candidato de Unión por la Patria con la fruición, poco o nada compartida, permíteme la conjetura, del 63,3 por ciento de los empadronados, en elecciones formalmente intachables. Que votaste esperanzado en que se prolongue ese estado de cosas en que naufraga el país al cabo de cuatro gobiernos de idéntico signo en el siglo, asunto que a vos te resbala más que a otros, pues persistes en consignas que sueñas con haber visto realizadas.
Si dejas atrás la irrealidad en que vives, ¿sentirías escozor, verdad, no solo por el peligro hoy módico de que Milei triunfe (a pesar, ojo, de algunos encuestadores), sino también de que triunfe Massa? ¿No es tal vez un candidato en exceso moderno y vivo, en el sentido más popular de esta palabra, para la antigualla fosilizada de que es posible “vivir con lo nuestro” en un país cerrado al mundo?
Evitemos desgastarte en mayores reflexiones. Sabes que Massa es tan voluble, tan inasible para los acuerdos programáticos de fondo y propenso a los cambios tácticos inesperados; tan audaz y de tal constancia llamativa en la prosecución de sus objetivos personales, que barruntas, posiblemente, una mordiente luz roja en el camino. La de la eventual orfandad a breve plazo de esa representación política ideologizada con la que deslumbró por largo tiempo el fuego pasional de Cristina Kirchner.
Sincérate, vos que votaste por Massa el 22 de octubre. Ha perdido el oficialismo, es cierto, diez diputados y seis provincias, y tres millones y medio de votos en relación con la final de 2019. Es mucho. Pero ha retenido una decena de gobernaciones, ha hecho una elección formidable con Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires, y aumentado el número de los intendentes bonaerenses. Es más, el oficialismo está a un tris de asegurarse la mayoría en el Senado de la Nación.
¿Por qué desvivirse entonces por consolidar las chances de un candidato presidencial que si llega al 60 por ciento de los votos acelerará la consolidación de su propio proyecto político, que no ha sido el de la familia Kirchner y su cohorte, ni el de ese fiasco arrogante y burocrático del siglo XXI, conocido como La Cámpora? ¿No lo ha dado a entender, entre medias palabras, el mismo candidato en la contienda comicial?
Lo demás lo sabemos de sobra. El desquicio de Juntos por el Cambio, la pobreza de su proselitismo, el desempeño opaco de la candidata. La campaña disparatada de Javier Milei, con seguidores desconectados unos de otros y propuestas que iban desde suspender las relaciones con el Vaticano hasta la autorización legal de renunciar a la paternidad según los vicios, por decirlo de alguna forma, que hubieran afectado una gestación. Las han ido dejando por el camino, como jirones de inexpertos en luchas de tiburones que abundan en el oficio político en el que acaban de entrar.
O la campaña publicitaria, la más astuta, la más profesional entre todas, del inesperado triunfador, candidato y ministro de Economía. Ha utilizado de tal modo en su proyecto electoral los recursos públicos, o los recursos de todos, que escribimos sobre lo que pesa en nuestros ánimos con vistas al 19 de noviembre, más que escribir sobre lo verdaderamente trascendente: cómo prepararse para el día siguiente a los comicios, o si se prefiere, para el 10 de diciembre. Urge la ansiedad por desentrañar el futuro impredecible en su carga de extrema gravedad quienquiera que gane las elecciones. ¿Dónde están los programas de gobierno?
Como interpretaría José Ortega y Gasset, a fuerza de sorprenderse a sí misma y extraviarse en términos incomprensibles, la sociedad argentina habría suspendido algunas de sus condiciones de humanidad. En una serie de notas que después armonizó en libro, el célebre ensayista español que en 1925 declaraba que podía vivir bien con los honorarios que le abonaba La Nación de Buenos Aires por notas periódicas, decía que “el tigre de hoy es idéntico al de hace 6000 años”. Cada tigre, explicaba, empieza de nuevo a ser tigre, como si antes no hubiera habido otros tigres; “las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior”. Contrariamente, el hombre nunca es el primer hombre, pues dispone de la memoria de sus errores. Errores individuales, errores colectivos; propios de cada uno y de la generación de la que es parte.
“El verdadero tesoro del hombre –decía Ortega– es el tesoro de sus errores”. Esto le permite no cometer los mismos errores de siempre. Reaccionó en nuestro caso, primero, con el hartazgo generalizado contra la clase política por los padecimientos personales a raíz del estado de degradación alarmante del país. Reaccionó consecuentemente, después, privilegiando por una mínima diferencia sobre sus contendientes a Milei, un outsider de la política. Lo paralizó el miedo de un cambio, exacerbado por una propaganda crítica feroz, y terminó favoreciendo a Massa a renglón seguido (9,6 millones de votos contra 7,8, de Milei, y 6,2, de Bullrich).
En diez días vamos a la vuelta decisiva sin razones para creer que haya mermado en demasía la extraordinaria concurrencia simultánea de dos sentimientos, hartazgo y miedo. El hartazgo estará presente, pero ahora acompañado por dos, y no por solo un miedo. Miedo a Milei y miedo a Massa. Cuál prevalecerá. Cómo votará una sociedad en ejercicio del atributo humano de aprender de los errores del pasado, que no siempre ha demostrado ser parte de su patrimonio efectivo. En qué proporción lo harán los hombres y mujeres que la integran y en qué términos relativos están en condiciones de hacer uso de ese atributo diferencial, por observarlo en términos orteguianos, respecto de un tigre.
No lo sabemos. El futuro inmediato dependerá del sentimiento que prevalezca al fin. En el reino de la confusión que es la Argentina apenas distinguimos curiosas figuras que, al aparecer y desaparecer con igual rapidez del teatro de la política, contribuyen a aumentar el desconcierto ciudadano. Nada es enteramente sano. Con un partido radical capaz de fundar en una argumentación elegantemente escrita las razones de la neutralidad partidaria para el balotaje (palabra de torpe eufonía como no debe de haber muchas más en lengua española), pero con una conducción tan deslucida como no se recuerdan otras en el más que centenario historial partidario. Y, para colmo, con el lastre de un senador por la Capital de quien no se sabe qué hace en ese partido después de haber sido quien gestó la famosa resolución 125 de 2008, que sacó al campo a las rutas en protesta.
Si hasta el triunfador de la primera vuelta se ha puesto a tono con este clima de desaciertos, estupores y mala praxis política. Massa no ha tenido peor idea que la de dejarse agasajar por aquellos, no muchos, a quienes los radicales consideran traidores del partido. Así, en lugar de asegurarse al menos el voto en blanco de los adherentes a la UCR, Massa puede ahora volcar a algunos, por efectos secundarios, hacia otra dirección, aun a costa de infligirse entre estos conflictos de conciencia. Eso de apropiarse políticamente de Raúl Alfonsín con “traidores” es una expresión del tipo de abusos que han logrado aislar de la UCR hasta a uno de los hijos del expresidente.
O por qué dejar de lado otro hecho infortunado para Massa. Cristina Kirchner, después de haber proclamado que no la habían escuchado, como si no hubiera tenido nada que ver con la presidencia de Alberto Fernández o con la campaña electoral de Massa, se subió al carro del vencedor después de conocerse los resultados de la primera vuelta.
Acaso la vicepresidenta estaba segura de lo que hacía, pero quienes juzgan por la objetividad de los hechos, más que por las intenciones presuntas, tomaron el gesto repentista de Cristina Kirchner como el abrazo de irónica denominación en la política y los negocios. Impartió el abrazo del oso que no quiere mirar el mundo “desde fuera de la vida pública”, como se había apresurado Massa, con alguna imprudencia personal, a condenarla.
En un estado de desconcierto general, tan bien descrito en una nota de Guillermo Oliveto en La Nación del lunes último, con eso de que “no se entiende más nada”, lo único parecido entre los dos recientes fenómenos ciudadanos y una larga serie de elecciones anteriores, y sus repercusiones inmediatas, es que fueron a consultarlo por enésima vez a Felipe González sobre lo que sucede en la Argentina.
Se salvó por esta vez de que le preguntaran sobre los pactos de la Moncloa, de hace medio siglo, y de su aplicación en la desvaída democracia de un país en el que los acuerdos programáticos han sido históricamente petardeados más de la cuenta. Es otra materia pendiente entre los argentinos.