Reseña: El sonido de los sueños, de Diego Fischerman
Escribir sobre música es un oficio intelectual artesanal. Un hacer, en el sentido que le asignaba Charles Wright Mills al objeto sociológico: pulir conceptos, usar la imaginación y huir de recetas rígidas, evitar el fetichismo del método y la paráfrasis exagerada, convertir la reflexión epistemológica en parte del texto. También es un juego de traducción entre lenguajes, el intento de hablar sobre sonidos con palabras que no se refieren directamente al sonido (la música es suave, dura, seca, cristalina). Y además es una aventura de exploración que toma, de la práctica etnográfica más desusada, su afán por recolectar, coleccionar, descartar, ordenar y fundar nuevos principios de jerarquización. Esto, entre otras muchas cosas.
Pero ante todo se trata de escribir. Ya advertía Claude Lévi-Strauss, en el primer tomo de sus Mitológicas, que cuando se escribe sobre música siempre está ausente una misma cosa, que es la música. El objeto textual no ocupa el lugar del objeto musical. No lo transcribe ni lo duplica. Más bien lo ilumina, le otorga nuevos contextos y subtextos, transmite la tensión y la sorpresa de cada hallazgo.
El sonido de los sueños, de Diego Fischerman (Buenos Aires, 1955), se ajusta a estas exigencias. Sus cuarenta y tres ensayos breves son artesanías precisas, eruditas, exhaustivas y entretenidas, con pinceladas técnicas, melancólicas y burlonas si las circunstancias lo demandan.
Aunque los núcleos temáticos giran alrededor del jazz, la mal llamada “música clásica”, el tango y el rock de los años 60 y 70, queda la sospecha de que todo puede escucharse, pensarse y narrarse: la cercanía entre drama y comedia en la Sinfonía n° 41 de Mozart, el grano de la voz de Tom Waits, la noche de Buenos Aires según el Gato Barbieri, la dificultad de comprender a The Who sin las acentuaciones a contratiempo ni la independización del bajo, el misterioso derrotero de Domenico Zipoli en las misiones jesuitas del siglo XVIII, la reinvención cinematográfica del Viejo Oeste por Ennio Morricone o el modo en que Billie Holiday apretaba los dientes al cantar “Strange Fruit”. Esto, también, entre otras muchas cosas.
Las distintas piezas son una invitación a excavar universos enormes y profundos. Cada página ganaría algún récord en cantidad de referencias por centímetro cuadrado, aunque ninguna de ellas resulta forzada. Los ensayos insinúan debates abiertos: la función social de los géneros musicales, la idea de canon o el rol del Estado en el cuidado del patrimonio musical, pero tienden a ceder ante la indagación de la música en sí misma, de sus espacios de producción histórica y sus diálogos con otros artefactos. Y así, sin asumir una vocación pedagógica, el texto nunca deja atrás al lector: si la noción de obra incompleta no se entiende con Lulú de Alban Berg ni con Moses und Aron de Schönberg, acaso se comprenda con Let it Be y Abbey Road de los Beatles. O viceversa.
Fischerman –periodista, crítico, teórico, docente, narrador– deja poco sitio para la primera persona del singular. Sólo emerge en pasajes dedicados a María Elena Walsh y Luis Alberto Spinetta para trazar un itinerario desde la niñez del autor (“Tengo doce años. La música no tiene demasiada importancia para mí. Antes está el fútbol”) hasta el hombre que, ahora adulto, está sentado frente a una computadora y escribe rodeado de discos que cuentan una historia, su historia. “Muchas de sus inclusiones hablan de las personas que amé y de las que amo; sus agujeros señalan los odios o, meramente, los desamores. Sé dónde comenzó esa historia, en qué casa, con qué tocadiscos, con qué canción.”
Los ensayos realmente buenos acerca de música, como éstos, hacen que el lector se interese por lo escrito aunque nunca haya oído la música sobre la que lee ni tenga intenciones de hacerlo. Porque la música, como ya entendió Lévi-Strauss, está por definición en otra parte. Y sin embargo, nada existe sin ella.
EL SONIDO DE LOS SUEÑOS
Por Diego Fischerman
Debate
252 págs., $ 329