Potemkin, rebelión y arte
Hace cien años los marinos del acorazado más importante de la flota del Mar Negro se amotinaron. El cineasta Eisenstein convertiría el acontecimiento en un hito cinematográfico
Junio de 1905. Odessa, ciudad rusa sobre el Mar Negro, se encuentra desbordada. Una huelga de albañiles y descargadores portuarios, entre otros oficios, se prolonga desde hace un par de semanas y amenaza con perpetuarse y convertirse en huelga general. El gobierno del zar -ocupado en asuntos más importantes para su supervivencia que los conflictos en un puerto distante- no dispone de tropas suficientes para acudir en ayuda del gobernador de la región. Para restablecer el orden se decide enviar uno de los barcos de la flota del Mar Negro. El acorazado Potemkin, el más moderno y poderoso de la escuadra, cuyo nombre homenajea al hombre fuerte del reinado de Catalina II, hace acto de presencia en la rada de Odessa acompañado de un torpedero. Sus cañones parecen apuntar a la ciudad, pero cuando la multitud comienza a temer lo peor, se ve en el mástil, en vez del estandarte ruso, una bandera roja.
¿Por qué razón el amotinamiento del Potemkin -del cual se cumplió el centenario en algún momento entre el 18 y el 27 de junio; las fechas exactas suelen diferir según las crónicas- persiste en la memoria de muchos con proporciones épicas mayores a su real incidencia histórica?
Si sobrevive con tanta frescura y potencia se debe, por sobre todo, a los buenos oficios del arte. Y en particular a Sergei Eisenstein (1898-1948), uno de los más grandes realizadores y pioneros de la técnica cinematográfica. Porque al fin de cuentas la rebelión de la tripulación del acorazado, a pesar de su importancia simbólica, es apenas una nota a pie de página de los dos acontecimientos centrales que amenazaban a la dinastía de los Romanov en aquellos días: la guerra ruso-japonesa, un conflicto iniciado el año anterior y que culminaría en diciembre con un humillante tratado de paz, y la propia revolución de ese año, que se desencadenó después de la brutal represión de una marcha de protesta en plena plaza de San Petersburgo (22 de enero). Esa matanza, conocida como "domingo sangriento", fue el punto de partida de una agitación social que se reflejaría en asiduos levantamientos campesinos y en la constante presión de diversos actores políticos sobre el zar Nicolás II que, a pesar de ser autocrático y refractario a cualquier concesión, terminaría por aceptar, a la larga, una nueva constitución y la creación de un Parlamento, la Duma, medidas que le darían la respiración artificial para llegar, cada vez más debilitado, hasta octubre de 1917.
La pantalla grande, entonces, tuvo mucho que ver con la supervivencia en el imaginario histórico de la rebelión. El acorazado Potemkin (1925), la película que Eisenstein filmó, en apenas dos meses, a sus 27 años, fue considerada a lo largo del siglo XX como el mejor film de todos los tiempos, privilegio que sólo El ciudadano de Orson Welles parece haberle arrebatado en los últimos años. El film es un producto ejemplar de la fructífera colaboración que, en la primera década posterior a la revolución rusa de 1917, se dio entre la vanguardia artística y el nuevo orden político antes de que la doctrina dogmática del realismo socialista, instaurada por Stalin, pulverizara cualquier posible vínculo. Su importancia puede bosquejarse en pocas palabras. "Esta película me hizo volver a pensar el papel del primer plano, hacer de él un elemento capaz de despertar la conciencia y el sentimiento del todo", escribió Eisenstein. El arte frenético del montaje, las impresionantes escenas de la masacre de la multitud en la gran escalera de Odessa -que incluyen algunas de las escenas más memorables del cine, como aquel cochecito que rueda escalones abajo-, la ausencia de un protagonista individual, la original yuxtaposición metafórica de imágenes y asociaciones convirtieron a la cinta en una influencia decisiva para el desarrollo del cine y sus procedimientos. A esto deben agregarse su potencia y convicción documentales (filmada sin actores profesionales, crea la ilusión de ser testigo del acontecimiento original) y la eficacia de su mensaje propagandístico.
Merced a esa eficacia artística y propagandística, la rebelión del Potemkin pasó a un primer plano que estaba lejos de ocupar.
¿Cuáles son las diferencias entre la película y los hechos verídicos? En líneas generales ninguna, aunque hay dos diferencias que subrayar: por un lado, Eisenstein termina con un mensaje de optimismo revolucionario y no sigue a los amotinados hasta el final; por otro, se ve obligado, en aras de la acción dramática, a comprimir sucesos.
Los acontecimientos de la aventura del Potemkin real, según señalan la mayoría de las crónicas contemporáneas, se sucedieron del siguiente modo: mientras la nave se dirigía hacia Odessa, un marinero llamado Vakulinchuk se presentó ante un oficial del Potemkin para quejarse de la carne con gusanos que se le había dado a la tripulación como comida. El médico declaró que el alimento era, contra lo que sostenían los marinos, comestible. Vakulinchuk fue muerto por un oficial, lo que desató el amotinamiento inmediato. Siete oficiales fueron asesinados por los sublevados y el resto colocado bajo arresto.
Los escalones de mármol
El Potemkin llegó, como se narró en los inicios de esta nota, ante las costas de Odessa. Allí al pie de las escalinatas de mármol, frente a una importante multitud, ocho marinos desembarcaron y depositaron al pie de las escaleras que dominan la ciudad un bulto envuelto en telas: el cuerpo del marino asesinado. Un cartel colocado en su pecho -al menos así reza la leyenda- señalaba: "Este hombre fue muerto por un oficial del Potemkin por quejarse de la mala calidad de la comida. Lo vengamos matando a su asesino y a los demás oficiales del buque".
Colocando cirios a su alrededor, y vigilando con fusiles, un grupo de marineros montaron guardia alrededor del cadáver a la espera de un permiso gubernamental para darle entierro a su compañero. Pidieron -y los cañones del Potemkin apuntando hacia la ciudad eran un excelente método disuasivo- que todas las tropas se retiraran de la zona del muelle, donde se agolpaban huelguistas y curiosos. Sólo al otro día, cuando una nueva comisión del barco visitó al gobernador, éste concedió el permiso para el entierro.
Un libro publicado antes de la Primera Guerra Mundial, no exento de pintoresquismo, narra así los hechos: "Amaneció y no había cambiado la situación en Odessa. Los huelguistas, todos los vagos de la población, mendigos y gente maleante se entregaban ordenadamente al saqueo de tiendas y almacenes de los barrios cercanos. Decimos ordenadamente porque, a pesar de cuanto han dicho los periódicos reaccionarios de Rusia, resulta comprobado que durante los cuatro días que las turbas fueron dueñas de la población, únicamente asesinaron a dieciséis personas, y todas éstas se habían distinguido en diversas ocasiones por su brutalidad y por servir de agentes secretos a la policía, denunciando a las autoridades a los que, a su juicio, formaban parte del partido revolucionario de Odessa".
Ese mismo día otros cuatro acorazados se mostraron frente a las costas de la ciudad con el objetivo de obligar a los amotinados a rendirse. Hicieron señas al Potemkin y por un momento, dada la negativa de éste, se temió una batalla. Sin embargo, uno de esos barcos, el Pobiedonoszew, mientras las demás naves emprendían la retirada, se acercó dando claras señales de que se plegaba a la rebelión.
Cortado el ferrocarril por los huelguistas, era imposible recibir los refuerzos que ahora sí intentaba enviar la metrópoli. El gobernador se dedicó a proteger los barrios suburbanos, donde fue reuniendo a las diversas fuerzas de la ciudad mientras que los huelguistas continuaban ocupando el centro y la zona portuaria.
Al otro día un nuevo buque hizo su aparición. Pronto volvió a partir y, tanto el Potemkin como el Pobiedonoszew, convencidos de poder sumar a la insurrección a buena parte de la flota del Mar Negro, se dirigieron hacia el puerto de Fedossia, donde recalaba gran parte de la escuadra.
Fue entonces, después de que los amotinados abandonaran Odessa, cuando hicieron su ingreso la infantería y los cosacos, y fueron acorralando a gran cantidad de manifestantes. Muchos lograron escapar, pero unos 4000 quedaron atrapados entre el muelle y las fuerzas militares. Según las fuentes oficiales de la época, murieron 120 personas y otras 314 resultaron heridas. Pero no es difícil desconfiar de la escasez de esas cifras que algunas elevan hasta números inverosímiles.
El Potemkin y el Pobiedonoszew no volverían a Odessa. Tras su fracaso en el intento de plegar a la rebelión al resto de la flota, se dirigieron hacia el puerto rumano de Constanza, donde reclamaron víveres y carbón. Ante la perspectiva de quedarse sin combustible para seguir navegando, la segunda de las naves decidió volver a Sebastopol para entregarse a las autoridades rusas -varios de sus marinos serían fusilados- mientras que los del Potemkin prefirieron rendirse al gobierno de Rumania que, a pesar de los reclamos rusos, les prometió asilo. Fueron considerados oficialmente víctimas políticas y no, como reclamaba San Petersburgo, delincuentes comunes. Algunos de los marinos del Potemkin retornarían en los años siguientes al país, donde purgaron condenas, pero la gran mayoría sólo volvió una vez consumada la revolución de 1917.
El destino del acorazado fue muy distinto: devuelto poco después a Rusia, donde más de una vez cambió de nombre, en 1919 fue volado en Sebastopol durante un atentado.
Orlando Figes, en su monumental La Revolución rusa (1891-1924), le dedica apenas unos párrafos de sus mil páginas al sublevamiento, y traza los alcances e importancia de la rebelión: "En sí mismo el motín había sido una amenaza de poca importancia. Pero resultó un motivo de embarazo notable para el régimen porque mostraba al mundo que la revolución (de 1905) se había extendido al corazón de la propia maquinaria militar".
Gracias a la película de Eisenstein queda, sin embargo, algo tan célebre -o incluso más- que el propio Potemkin: la escalier monstre, que comenzó a construirse en 1837, y que es una de las imágenes asociadas para siempre, a su pesar, a la barbarie humana. En su magnífico El Mar Negro. Cuna de la civilización y la barbarie, publicado en los inicios del siglo XXI, el arqueólogo y periodista escocés Neal Asherson narra su visita a la Odessa de hoy y allí la descubre: "Verla, para quien no puede olvidar que Eisenstein la convirtió en la escalera más famosa del mundo, es como ver a una actriz célebre en persona: es más pequeña, más sosa, menos imponente que en la película. Los peldaños no parecen ir a ningún sitio concreto. Antaño bajaban de la ciudad al puerto, un paseo triunfal hacia las aguas marinas y el horizonte meridional. Actualmente, la carretera del muelle principal atraviesa el pie de la escalinata y el paisaje está tapado por paredes de hormigón sucio: la ruinosa terminal oceánica".