Postales del "planeta" China
De acá a la China se titula una de las mejores películas argentinas estrenadas el año pasado. Solo se proyectó en un par de salas: el Malba y el Cine-Arte, de la calle Diagonal Norte, hoy difunto, aunque en aparente proyecto de renacimiento.
Acaso al lector le puedan interesar algunas postales culturales del viaje de un profesor universitario a China. Aquí van, pues, con la salvedad, insalvable, de que se trata de observaciones subjetivas y parciales de alguien que se integró durante dos semanas a esa sociedad en un contexto académico.
China no es un continente, contrariamente a lo que algunos pregonan, con aparente exageración. Es un mundo aparte. O mejor sería decir que se trata de otro planeta: una civilización que, por sus dimensiones, su exótica cultura y su lenguaje impenetrable, debería pertenecer a otra galaxia.
Al mismo tiempo, se vislumbra una fisura en el "país central" (que eso significa "China" en mandarín): los chinos más jóvenes miran hacia afuera con visible intensidad; y miran solo en una dirección, hacia otro planeta, no muy cercano: los Estados Unidos de América, el único país del mundo que parece interesar a China, como socio, aliado, competidor y adversario, todo a la vez.
En Pekín, Shanghai y Suzhou conviven un sinfín de grúas y monoblocs gigantes, edificios torre de unos treinta pisos, uno al lado del otro. Estas filas interminables de viviendas elevadas en la periferia de aquellas ciudades carecen de atractivo estético alguno. Parecen, sin embargo, una alternativa eficaz a las villas en un país en el cual cada año varios millones de personas se mudan del campo a la ciudad.
Los chinos son gente simpática, servicial y hospitalaria. Mi ocasional vecino de asiento en el vuelo que me llevó a Pekín no se apartó de mi lado en el aeropuerto hasta asegurarse de que mi contacto estuviera en el lugar acordado: solo cuando este me entregó el ramo de flores con el que celebraba la llegada del invitado –una costumbre asiática que había tenido ocasión de atestiguar en la India–, mi compañero de avión partió rumbo a su hogar. Pero antes intercambiamos datos de contacto y una semana más tarde me invitó a cenar en Shanghai, donde trabaja.
Quien me había recibido con flores en mano resultó ser un tremendo anfitrión. Me acompañó a misa, a pesar de estar afiliado al Partido Comunista, con la aclaración de que su visita a mi iglesia no se alineaba precisamente con los dogmas de su partido político. No le importaba. Le daba curiosidad y quería venir, no sé por qué (aunque claramente no para espiar, pues la iglesia está abierta al público siempre y para inmiscuirse no habría necesitado de mi compañía). El último día me regaló un abanico típico con mi nombre inscripto en caracteres chinos. Son solo dos ejemplos de una consideración por el prójimo que parece ser un peculiar rasgo chino.
Una nota final sobre las tres ciudades a las que brevemente me integré. Uno tiene en ellas la sensación de estar seguro; la gente parece contenta y se mueve, bulliciosamente, con gran libertad. Ciertamente, hay gran presencia policial y se ven cámaras por doquier. Pero me tienta pensar que la seguridad que observé, como también el crecimiento apabullante, responden a pautas culturales profundas, previas a toda medida estatal, y acaso no relacionadas decisivamente con la acción del gobierno.
Uno sabe, por las noticias (de las cuales recientemente se hizo eco un largo y ecuánime artículo publicado en este diario), que no todo es color de rosa, ni mucho menos, en el "país central". Concedido esto sin dudar, concluyo con la idea de que hay mucho aún que aprender sobre él.
Investigador del Conicet