Postales de un país sumido en el desaliento
La salud mental es una de las grandes afectadas por la inflación, la pandemia y la desazón que afecta a la sociedad argentina
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Mirta tiene 67 años, y acudió a la guardia para que la ayuden a dormir. Hace una semana que en la farmacia le dijeron que ya no había clonazepam. Se quedó sin el medicamento que comenzó a usar para calmar la ansiedad y poder dormir. Todo comenzó después de enero de 2021, cuando Carlos, su marido de 71 años, luego de haber llevado un aislamiento estrictísimo se enfermó de Covid. Como todavía no había vacunas pasó cinco días en terapia intensiva, sin poder ver a nadie. Desde 2001 era paciente de riesgo; el impacto del corralito le había hecho sufrir un infarto cardíaco. Afortunadamente pudo salir, aunque con algunas secuelas. Hoy se pierde un poco y su memoria no es la de antes. Esto dejó a su mujer con altísimos niveles de estrés: además de la situación de salud del marido se le suma la escueta jubilación que reciben a pesar de haber aportado toda la vida.
Marcela está detrás en la fila de la farmacia. Tiene 32 años y es docente en un colegio privado. Le tocó enfrentar la pandemia detrás de una camarita ocho horas por día. Además de la sobrecarga laboral, la pérdida de poder adquisitivo en su casa la llevó a una profunda crisis matrimonial, que aún está intentando acomodar. Cuando pensó que todo iba a mejorar con la presencialidad, se encontró con muchos problemas de conducta de los alumnos que volvieron con retrocesos en su comportamiento.
Detrás de Marcela está Sebastián, médico residente de clínica. Tiene 28 años y le tocó ponerle el hombro a la pandemia en el frente de batalla. Ingresó a una guerra contra un enemigo invisible. Su salario no aumentó pero su vida tuvo un costo: una arritmia. Cometió el pecado de automedicarse orientado por un amigo psiquiatra. La cuestión es que hoy sin la píldora no consigue calmar sus síntomas de estrés postraumático. Hoy Sebastián, por su salario como residente, está casi en el límite de la línea de la pobreza. Es parte de la clase media desclasada. De la clase media pobre.
Hay algo en común en estas tres historias, a las cuales podríamos sumar infinitas más: todas estas personas son la expresión sintomática de una Argentina desolada. Todas siguen adelante, poniendo lo mejor de sí, aguantando lo que venga. Así es como pareciera estar hoy un sector de la clase media trabajadora argentina, aguantando y siguiendo para delante. Haciendo lo que sabe hacer, agachar la cabeza y seguir trabajando, como si fuesen burritos de carga, a los cuales se les pone más y más peso. Buscando en la farmacia algo que los ayude a seguir adelante. Son seres íntimamente desmotivados.
La Argentina es un país donde se normaliza el caos y el absurdo. Las noticias pueden ser tan delirantes que ya no sorprenden, no porque no sean fuertes, sino porque ya nos acostumbramos a que cualquier cosa puede pasar
La Argentina es un país donde se normaliza el caos y el absurdo. Las noticias pueden ser tan delirantes que ya no sorprenden, no porque no sean fuertes, sino porque ya nos acostumbramos a que cualquier cosa puede pasar. Una fuente de memes infinita que nos ayuda a sobrellevar el absurdo. Vivimos en un shock de sobredosis permanente. Habitamos la Argentina falopa.
Ya perdimos la esperanza de tener algún tipo de previsibilidad. Normalizamos el vivir mal. ¿Planificar? ¿Qué es eso?
Cuando el ser humano no puede pensar el futuro, no puede pensarse hacia adelante. El futuro es el próximo mes. La finitud es todo el tiempo, el aquí y ahora. Todo puede implosionar. Siempre.
Es el país del estrés permanente. Por algo tenemos la mayor cantidad de psicólogos por habitante.
Si bien esto es cierto, hoy los profesionales de la salud mental no dan abasto. Es difícil encontrar turnos con psiquiatras y psicólogos, muchos están desbordados. Un síntoma silencioso de la Argentina que se desangra poco a poco.
Si bien uno puede aprender herramientas para el manejo del estrés que se vuelven muy necesarias, más allá del cuartito de clona, hoy toca hablar del contexto. De lo que pasa a nuestro alrededor, y de qué manera nos involucramos con eso. Porque podemos crear una burbuja para llevar mejor lo que toca, ¿pero hasta dónde también esto es síntoma de apatía? Y en ese campo pareciera que ya hemos relegado toda posibilidad. Habitamos un campo minado, una espiral eterna que ya produce cada vez menos enojo, porque no hay fuerzas para gritar. La esperanza quedó demasiado tiempo afuera de la heladera y se echó a perder.
Cada tanto, se escuchan historias de otras tierras donde los precios no suben, donde las clases son ordenadas, donde la pobreza es baja, donde hay orden y seguridad, donde hay préstamos, donde hay un Estado que te resuelve y no te pone palitos en la rueda; y cada vez son más los que se aventuran a ir hacia esas tierras lejanas en búsqueda de una “normalidad”.
Podríamos agregar a las historias del comienzo a los miles de padres y madres que lloran el dolor de las partidas de sus hijos y nietos que salen en búsqueda de una vida más digna, hacia tierras que les permiten soñar y planificar. Pero no parece que esta emigración nos conmueva, ni nos movilice. En la tierra del aguante hay que quedarse a pelearla, si no te tildan de cipayo. Pareciera que aspirar a esto hoy se volvió un “snobismo de clase media con aspiraciones”. Pareciera que si más o menos podemos zafar no tenemos derecho a crecer o soñar.
La pobreza avanzó al galope en los últimos años, dejando cuerpos tendidos y analfabetismo funcional a su paso. Los pobres pasaron a ser la mayoría. Normalizamos que ganar US$ 400 sea estar en el 25% más rico de la Argentina, cuando en el siglo pasado esto era el sueldo mínimo.
El paisaje es más profundo y árido de lo que se quiere ver. Abajo de la alfombra social hay mucha más tierra de la que se observa encima. Mientras tanto, la política se mira el pupo y piensa su autogratificante rosca infinita. En las pruebas educativas de la Unesco para América Latina, en 1996, la Argentina encabezaba el ranking junto a Chile y Cuba. En 2019, la Argentina estaba en el puesto 11 con resultados parecidos a los de El Salvador. Una acuarela de nuestra derrota social.
Normalizamos que ganar US$ 400 sea estar en el 25% más rico de la Argentina, cuando en el siglo pasado esto era el sueldo mínimo
La Argentina, el país adolescente donde se agota el clonazepam porque vivir se hace un tormento. Donde nos alienta la ilusión de que once tipos ganen un mundial para tener algo parecido a una alegría.
Un país transformado en un gran comedor escolar donde millones de seres humanos ya no tienen la capacidad de hacer tareas complejas porque sus cuerpos no recibieron el alimento necesario durante sus primeros años de vida. La Argentina, el granero del mundo donde la mitad de los niños son pobres y casi no pueden pensar porque sus conexiones neuronales están hambrientas.
La Argentina, una sociedad erosionada que recuerda lo que fue, sin mirar que la desintegración social la carcome silenciosamente por dentro.
Mientras parte de la clase media calla, anestesiada, la moneda de nuestro destino está en el aire y nos pregunta: ¿cómo van a defender el derecho a sonreír, qué van a hacer con este país, que es vuestro?
Médico dedicado a medicina del estrés y PhD, coach ejecutivo