Postales de capitalismo y guerra en el kibutz
ISRAEL.- Las últimas casas que se construyeron son mucho más modernas y definitivamente menos rústicas. Son pocas y pertenecen a los nietos de los que aquí llaman los "veteranos", pioneros que llegaron a Israel en 1948, año de la creación del Estado de Israel y también de la primera guerra contra los países árabes. Los veteranos del kibutz Gaash vinieron mayoritariamente de América del Sur tras el sueño del sionismo socialista, una utopía que durante años tuvo un rostro colectivista en esta tierra que mira al Mediterráneo, al norte de Tel Aviv. Luego de décadas de vivir del campo, el kibutz -fundado en 1951- se vio obligado a adaptarse al espíritu de los tiempos para sobrevivir. Hoy, la comunidad de poco más de 400 personas sigue viviendo de la producción agrícola, aunque los mayores ingresos provienen de una fábrica de sofisticados artefactos de luz, tecnología de punta en soluciones para ciegos y también del turismo: cuando años atrás descubrieron que por debajo de las semillas sembradas hervía un tesoro, los ingenieros de la economía colectiva diseñaron un complejo de spas y aguas termales que en sus fines de semana más felices puede convocar a unas 1500 personas. Hay, también, locales de venta de trajes de baño y productos de perfumería en ese paraíso del ocio, pero están tercerizados porque los miembros de Gaash fracasaron en su explotación. Paradójicamente, la revolución económica del kibutz se llamó capitalismo.
"Es como andar en bicicleta: si no pedaleás, te caés", bromea Roni Bujman, un cordobés que llegó a Israel con sus padres en los orígenes de esta sociedad base del Estado israelí. Ronnie vivió la experiencia de la propiedad colectiva y de crecer en la llamada "casa de los niños": "Veíamos a nuestros padres sólo entre las 16 y las 19; cenábamos con ellos y luego nos volvíamos a nuestro lugar", nos cuenta a un grupo de periodistas latinoamericanos mientras nos muestra las instalaciones del que muchos consideran el kibutz más rico del país. "Transformaron una necesidad en una ideología y no se puede hacer ideología con los hijos", dice. "El sistema de mi papá falló", agrega Jagay, hijo de argentinos pero nacido en Israel, un hombre de unos sesenta años que explica que cuando les llegó la hora a los de su generación no pidieron permiso para dejar a sus chicos en casa. "Nosotros seguimos el ritmo de la vida, no el de la ideología", dice con ese tono seco que es casi un matiz natural del hebreo. Nada indica tampoco que esa forma de crianza haya sido el único problema del sistema: los jóvenes siguen yéndose, muy pocos creen que el futuro es viable en esta manera de vivir en comunidad, trabajar y repartir las ganancias. En la actualidad, de los ocho millones de israelíes sólo 150.000 viven en algún kibutz. Hay 270, y 65 funcionan aún de manera tradicional y sin intervención privada.
A diferencia de lo que ocurre en Gaash, en Nahal Oz no hay empresas privadas: nadie quiere montar su negocio en zona de riesgo. El kibutz queda en el sur del país y ahí nomás de la Franja de Gaza, un rectángulo de 365 kilómetros cuadrados bloqueado por aire, mar y tierra en el que se apiñan 1.700.000 palestinos y desde donde Hamas dispara sus cohetes Kassam hacia Israel. Daniel Tragerman tenía cuatro años cuando un mortero lanzado desde Gaza lo dejó sin futuro en julio de 2014, durante la operación Margen Protector. El día que Daniel murió, varias familias habían regresado al kibutz por unas horas para ver cómo estaba todo lo que habían dejado al comienzo del nuevo capítulo de la guerra, cuando la urgencia los llevó hacia lo de parientes o amigos, más al Norte y lo más lejos posible. "Se quedó paralizado, no llegó al refugio. Tal vez si hubiera habido un adulto con él...", se lamenta Iael, nacida en Nahal Oz. Diecisiete familias decidieron entonces abandonar el lugar, entre ellas la del nene muerto. "Se fueron ese mismo día y nunca más volvieron", dice muy seria esta mamá de tres chicos de entre cuatro y 10 años, y cuenta también que fue recién después de la tragedia que el gobierno de Netanyahu aceptó construir un jardín de infantes moderno y fortificado en el kibutz.
Yael vive en alerta, como sus vecinos. Pero ella, que creció ahí, aún recuerda cómo era ir de compras a Gaza o en familia a su playa: "Hay terroristas y hay palestinos: para mí es importante distinguir eso. Yo sé que ahí enfrente hay gente buena, lo vi, lo viví. Tengo clara la diferencia entre el pueblo palestino y su dirigencia, pero mis hijos no lo ven así; para ellos, del otro lado están los enemigos". De todos modos, ni siquiera eso la empuja a irse de su lugar. "Sé que se puede estar en paz con los vecinos. Tal vez peque de ingenua, pero sigo pensando que podría volver a ser como antes y quiero estar ahí si eso ocurre: me encantaría mostrarles eso a mis hijos".
Yael, mira a los ojos, afloja los puños y sonríe por primera vez.