Pospandemia en América Latina: erosión democrática, inflación y desigualdad
La región ya mostraba dificultades mucho antes de la aparición del paciente 0 en la lejana Wuhan, pero el Covid agravó los problemas preexistentes
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La economía regional mostraba dificultades mucho antes de la aparición del paciente 0 en la lejana Wuhan. La segunda década del siglo fue una etapa de relativo estancamiento, además de que se desperdició el ciclo de altos precios de bienes primarios de la anterior. Pero las cifras de 2020, dispares según el país, resultan escalofriantes: casi 9,9% cayó el PBI en la Argentina (similar a lo que ocurrió en Bolivia, Colombia, Ecuador, México y Perú), con un desplome más suave en Brasil (-3,9%), Chile (-6,1%) y Uruguay (-6,1) y más aún en Paraguay (-0,8%), de acuerdo a datos del FMI. Las recuperaciones de 2021 fueron abruptas y heterogéneas (era esperable: el parate había sido casi total durante buena parte del año anterior), pero luego el crecimiento comenzó a estabilizarse a la baja y hoy los principales bancos y analistas independientes del mundo advierten sobre el peligro de una recesión global para este año.
Cuando la pandemia de Covid-19 nos puso contra las cuerdas, allá por febrero de 2020, el mundo civilizado no registraba el problema de la inflación, extinguido entre comienzos de los 80 y mediados de los 90 y convertido en un fenómeno marginal de países pésimamente gobernados (como el nuestro) que ignoraron la investigación académica y el éxito de múltiples programas de estabilización y reformas institucionales, como la independencia de los bancos centrales. El crecimiento récord de la masa monetaria en los Estados Unidos y la disrupción de las cadenas de abastecimiento hicieron que apenas dos años después el 71,4% de las economías en desarrollo y el 44,1% de las avanzadas superara el 5% anual, de acuerdo a El regreso de la inflación global, de Carmen Reinhart y Clemens Graf von Luckner. La dinámica inflacionaria se agravó por la invasión rusa a Ucrania, aunque hay esperanzas de que se consolide en el mundo una tendencia a la baja a lo largo de 2023.
Este conflicto impulsó además los precios de la energía y de los alimentos, que beneficiaron a algunos países y sectores, aunque en promedio profundizó en la región el deterioro generado por la pandemia. Todo se complica por el incremento del costo de financiamiento, principal consecuencia de las correcciones en la tasa de interés dispuestas por la Reserva Federal, replicadas por los principales bancos centrales y que impacta en los países y las empresas con más deuda. Asimismo, el fortalecimiento del dólar resultó en una serie de devaluaciones competitivas: la volatilidad de las monedas incentivó una migración de inversores hacia activos con más solvencia (fly to quality), lo que golpea sobre todo a los mercados emergentes. El corazón del problema fue de naturaleza fiscal. El coronavirus produjo una tormenta perfecta: obligó a un aumento notable del gasto (políticas sanitarias y salvatajes al sector privado) ante el desplome de la recaudación por la paralización de buena parte de la economía. Muchos gobiernos apelaron al endeudamiento o a la emisión. En Latinoamérica, la inflación resultante hizo estragos en las tasas de pobreza e indigencia y en la inequidad.
La profundización de las tensiones con China (que a diario agrega capítulos, como la cuestión de los globos) abre oportunidades notables y hasta inéditas para la región, que cuenta con recursos naturales excedentes y estratégicos en materia de seguridad alimenticia y energética (incluyendo fuentes convencionales y no convencionales y ventajas comparativas en términos de energía solar, eólica e hidrógeno verde). Además, un cambio en la lógica de la globalización diversifica las cadenas de valor para reducir la dependencia con el país asiático. El offshoring es reemplazado por el nearshoring o friendshoring, que promueve la inversión en países más cercanos que no representen una competencia estratégica para los Estados Unidos. Joe Biden lo ratificó el martes pasado: el reshoring (el regreso de la producción a la geografía original) es pivotal en su estrategia económica. La versión demócrata del MAGA (Make America Great Again).
El Covid-19 expuso las fuertes limitaciones de los Estados para enfrentar un desafío de esta naturaleza. Falta de criterio, ausencia de políticas unificadas… La ideología y el voluntarismo influyeron en las respuestas, a menudo absurdas y exageradas. Con el tiempo, imperaron las “mejores prácticas” y hasta China suspendió su modelo policíaco. Una luz en medio de tanta oscuridad: la donación a través de programas como el Covax mostraron una nueva forma de diplomacia. Occidente no solo distribuyó las mejores vacunas disponibles: los laboratorios privados más importantes relegaron las alternativas de Rusia o China, que pronto quedaron desacreditadas.
La pandemia empeoró el estancamiento del desarrollo democrático en la región: hoy apenas dos países son considerados “democracia plena” según el Democracy Index 2021 elaborado por The Economist Intelligence Unit: Costa Rica y Uruguay. Cuatro califican como “autoritarismos” (Haití, Nicaragua, Cuba y Venezuela) y otros siete como “régimen híbrido” (entre ellos, el México de AMLO). ¿La Argentina? Una “democracia deficiente”. El deterioro político-institucional es desolador. Paralelamente, crece la ola de conflictividad: la violencia en la transición de mando en Brasil, la crisis de gobernabilidad en Perú, el debilitamiento de Lasso en Ecuador, los interrogantes sobre el proceso de paz en Colombia, el encarcelamiento antojadizo de uno de los principales líderes opositores en Bolivia, las continuas violaciones a los derechos humanos en Venezuela y Nicaragua y un largo etcétera que incluye el embate contra la Corte Suprema en nuestro país.
La tranquilidad relativa queda relegada a Uruguay, un oasis de racionalidad, cultura democrática y sentido común. El “paisito” encabeza o llega al podio en todos los indicadores de gobernabilidad del Banco Mundial: rendición de cuentas, control de la corrupción, estabilidad política, ausencia de violencia o terrorismo, efectividad del gobierno, estado de derecho y calidad de la regulación. Sin quitarle méritos, una porción de este éxito se debe a los desatinos imperantes en el vecindario, particularmente en la Argentina: a la tradicional fuga de capitales sumamos en los últimos años las de talento, historias de éxito y espíritu emprendedor.
Chile fue parte de este selecta categoría hasta las protestas sociales de 2019: a pesar del “éxito” económico y del pragmatismo de su clase política, se acumuló un descontento por la escasez de mecanismos de movilidad social ascendente y el costo prohibitivo de la salud y la educación. La pandemia profundizó las demandas y galvanizó una sociedad que tiene este año la oportunidad de debatir en el contexto de la nueva constitución reglas del juego para volver a poner al país en el camino del desarrollo.
El domingo pasado en Ecuador y a finales del año pasado en Brasil se ratificó la tendencia de los incumbentes a perder elecciones, otro aspecto que profundizó el Covid. Seguramente Santiago Peña convierta pronto a Paraguay en la excepción. Pero los otros pocos gobiernos que parecen escapar a esta dinámica sobresalen por el predominio de liderazgos presidenciales cesaristas que erosionaron in extremis la institucionalidad, como El Salvador o México. Algunos observadores sugieren que los candidatos de izquierda ganan competitividad en el conjunto de la región. En realidad, se impone una sana alternancia en el poder. Los primeros sondeos de intención de voto en la Argentina de cara a octubre próximo ratifican esta tendencia: el techo electoral del oficialismo oscila en torno al 30%.