Por qué me gusta tanto Romeo y Julieta
Chico se enamora de chica y chica de él pero padre de chico odia a padre de chica y el padre de chica también, entonces no. No se puede. Está prohibido. Debe ser en silencio. Romeo y Julieta es la historia del amor contada mil veces, desde hace siglos. Es la tensión de querer pero que no te dejen. Es el amor que se ama porque no se puede. Es la rebeldía adolescente. Es el cuerpo. Es la piel nueva. Con aroma a poco. Y es un cliché. Te amo pero no.
Sin embargo, cada vez que me preguntan de tantos libros escritos cuál es mi favorito yo respondo lo mismo. Este. El que William Shakespeare publicó en 1597. El que cuenta la historia de dos jóvenes en Verona. Pero no por eso. Lo que pasa a la vista no es nuevo ni tan bueno (aunque sería injusto no hacer un paréntesis con la escena en la que chico ve a chica muerta y piensa que está muerta y se mata y ella despierta y lo ve muerto y se mata después). Acá el amor es lo de menos. Lo que sí cuenta es lo demás.
Y lo primero fue el tacto. Había algo en los cuellos, las piernas, los pechos, los labios de estos chicos de menos de 20, tan blancos, tan cálidos, tan apacibles, tan seguros con tan poco. Lo segundo, el sonido. ¿Qué era esto que estaba leyendo? ¿Cómo podían las palabras sonar justas incluso traducidas del inglés? Dice Julieta antes de su primer solo con Romeo: "¿Qué es Montesco? La mano no, ni el pie, ni el brazo ni la cara ni cualquier otra parte de un mancebo. ¡Si otro fuese tu nombre! ¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa aun con otro nombre mantendría el perfume; de ese modo Romeo, aunque Romeo nunca se llamase, conservaría la misma perfección, la misma, sin ese título. Romeo, dile adiós a tu nombre, que no forma parte de ti; y a cambio de ese nombre tómame a mí, todo mi ser". Shakespeare escribe y rompe. Es bailarín. Es músico. Es el cartógrafo que dibuja el borde entre orden y caos. Todo y negro. Nada y blanco. Y ahí, en ese punto que es suyo, que es único, que solo depende de él, desviste y muestra. El mundo, el abismo, el quiebre, la marca. Las alas de la paloma.
Pero lo más importante fue lo tercero. Porque para mí Romeo y Julieta es todo lo que no se dice. Es el agua que corre fresca por lo bajo, que atribula, que rasga, que pasa y pasa de a galones para que en esa repetición quien lee entienda. De una vez. Romeo y Julieta es lo otro. La puerta que nunca abre. La que no se elige. La rosa que no es flor. La tortura de no poder confiar, de saber que la verdad no es. La obra de Shakespeare es decir lo que sea para decir otra cosa.
Siempre que puedo robo algo de los autores que leo. Siempre que puedo y siempre que entiendo. A Shakespeare lo entendí mucho después de aquella primera vez hace ya veinte años en que leí su obra luego de que mi madre me obligara a ver en televisión la película de Franco Zeffirelli y me abriera el universo en un verano sin darse cuenta. Lo entendí porque me lo explicaron en la facultad y lo quise aún más. Yo también soy adicta a buscar el otro lado.
No es el conformismo de la tragedia. No. No es que si sucede conviene. No. Nunca. No hay lecciones en todo lo que pasa. Mentira. Pero me gusta partir caminos. Al costado. A lo incierto. Lo necesito. Lo necesité durante mi secundaria, cuando dos compañeros me insultaban y se burlaban de mí a carcajadas al menos una vez por semana. También cuando mi padre enfermó y yo solo pude sentir miedo. Lo precisé al mudarme sola y quedarme sola y creer que jamás iba a dejar de estarlo. Pensé que por lo primero los fracasos a futuro iban a doler menos; que por lo segundo iba a convertirme en una persona adulta y madura; que por lo tercero había dejado de tener, por fin, el control.
No soy optimista. Suelo ser de esas que creen que todo lo bueno sale bueno por casualidad, por suerte. Sí soy negadora. Eso lo heredé de mi padre, como también cierta altanería y poca paciencia a la hora de discutir. Pero este modo que me robé, que me copié, fue una gran estrategia y me felicito por ello. Romeo y Julieta es cursi y la realidad es a veces desconsuelo, solo desconsuelo, puro desconsuelo que no queda más que abrir, buscar, forzar, montar, fingir. Para despertar al otro día, vestirse, seguir.